Adiós a Barack Obama

Puede decirse de Barack Obama, el improbable Presidente elegido en 2008, que él fue mucho mejor que su Presidencia. Su “caso”, su símbolo, su temperamento y su tono invitan a la admiración y la gratitud; su fe cándida en las bondades del Estado invasor, su constructivismo, su buena disposición para lo que el sociólogo Edwin Earp llamó la “ingeniería social” hace un siglo, produjeron demasiado gasto, la duplicación de la deuda, una maraña regulatoria espesa de la que el conjunto de mandatos y Bolsas relacionadas con la reforma sanitaria es emblemática, y un efecto multiplicador de las modas bien pensantes.
Dio a las relaciones exteriores una dosis de buenismo que era necesaria en el mundo encabritado del nuevo milenio y proyectó una idea menos vertical, más amable, del poder de Estados Unidos. Sus intenciones chocaron con las realidades crudas del poder, por lo cual hizo suya parte de la herencia de George W. Bush que había vituperado (se vio, por ejemplo, en el uso de drones o el regreso a Irak). Se precipitó cuando sintió que el tiempo se le escurría: en su política hacia Cuba, y tal vez en el acuerdo nuclear con Irán, esto se notó mucho, aunque en ambos casos sus acciones arriesgadas llegaron con argumentos atendibles que personas sin fama de blandengues han hecho suyos.
No siempre es justo medir el éxito de una Presidencia a partir de resultados electorales: la respuesta popular inmediata y el juicio de la Historia tienen calendarios distintos. Pero algo hay en el hecho de que el partido de Obama perdiera 11 senadores y 62 representantes en ocho años, y de que Donald Trump le arrebatara los bastiones de Michigan, Wisconsin y Pennsylvania, así como el columpiante Ohio. Ese “algo” es una dificultad para entender que, para un amplio sector alejado de las costas, el elitismo ya no está asociado con los conservadores sino con los liberales en el sentido estadounidense del término, y que en la base social respira un resentimiento contra los progresistas porque los sienten arrogantes o amenazadores.
Sería injusto preguntar si Obama mejoró las relaciones entre grupos étnicos, es decir si amainó el racismo, o si la herida de los afroestadounidenses, como se suele llamar a la población negra, pudo por fin cerrarse. Lo primero es una cocina de fuego muy lento que tiene más que ver con tendencias e instituciones sociales que con una Presidencia; lo segundo también, pero añadiría que era pedirle a Obama un imposible porque esa herida, que llevaba mucho tiempo abierta, lo recibió con expectativas desmesuradas de sanación inmediata.
Además, Obama, y en eso su condición de mulato quizá jugó un papel, procuró evitar que lo percibieran como un Presidente condicionado por el color de la piel, el origen o la pertenencia a una comunidad. Se condujo en esto con un sentido muy sabio de las cosas.
Obama es el mejor escritor que ha pasado por la Presidencia en mucho tiempo, tal vez porque es de los que más había leído antes de llegar a la Casa Blanca; su libro de memorias Dreams from my Father está magníficamente escrito y construido. Por eso sería un crimen que reposara excesivamente en colaboradores a la hora de escribir sus memorias presidenciales. Aunque será inevitable usarlos desde el punto de vista del acopio y uso de la información, debería prescindir de ellos en todo lo demás. Su testimonio intelectual e intuitivo de la candidatura, la victoria y la Presidencia pueden crear, se esté de acuerdo con él o no en materia de políticas públicas, un texto fascinante.
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