Contra el triunfalismo

El rasgo más destacado del último largometraje de Clint Eastwood quizás sea la discreción, entendida como la reserva de prudencia y duda que tienen estas imágenes. En un momento en que Hollywood no apuesta a otra cosa que a la pirotecnia, a los superhéroes y a ficciones efectistas, Sully, hazaña en el Hudson imparte la mejor lección antitriunfalista de la temporada. Al fin y al cabo, esta es una cinta que tenía todo a su favor para desplegar en la pantalla el consabido aparato muscular y nervioso del cine de catástrofes. La tenía a pesar de narrar una emergencia que ya está en la historia de la aviación y donde no hubo un solo muerto. Eastwood no solo renuncia a la opción facilona, taquillera y pueril sino que, yendo contracorriente, abre su puesta en escena a la duda y a un sentimiento que se parece mucho a la desilusión. La suya no es una película “para afuera”. Es una cinta “para adentro”, muy intimista, púdica y sentida, que habla mucho más de la fragilidad humana que de la épica victoriosa del heroísmo.
En el vuelo 1549 de US Airways del 15 de enero del 2009 -es cierto- las cosas terminaron bastante mejor de lo que se temió, pero la distancia que separó el happy end del desastre fue tan escaso, tan milimétrico, tan del instante, que lo mismo que terminó bien pudo haber concluido en tragedia. Si ese no fue el caso -y tal vez sea la tesis de la cinta- fue porque la diferencia la hizo el profesionalismo. De partida el del protagonista, Chesley “Sully” Sullenbergen, un hombre decente y experimentado, con largos años de vuelo en el cuerpo, que supo reaccionar no como una máquina pero sí a tiempo. Además del suyo, sin embargo, igualmente decisivo fue el profesionalismo de su copiloto, el de toda su tripulación y, no en último lugar, el de los rescatistas y bomberos del puerto de Nueva York que cumplieron las tareas de salvataje de los pasajeros del avión accidentado con cero falta.
Lo mejor de Sully es el tono, la mirada. Todo ocurre en un volumen más bien bajo. Todo está procesado desde el relajo y la serenidad. De un tiempo a esta parte el cine de Eastwood se ha estado tiñiendo de una suerte de desencanto y tristeza que es difícil no asociar a la vejez. Eastwood ya va por los 86 y su pulso como artista es envidiable. Si alguna vez la crítica más extraviada, al menos hasta Río místico, puso el foco en las aristas más violentas y brutales de sus películas, interpretándolas como manifestaciones de fascismo o de un presunto culto a la fuerza, títulos como Los imperdonables, Million dollar baby, Gran Torino, Jersey Boys demuestran que quedan pocos artistas más compasivos y sensibles que él. Incluso en El francotirador, donde contó la historia del mejor francotirador de la historia del Ejército estadounidense, y que pudo haber caído con facilidad en el alarde patriotero, el veterano cineasta mantuvo la serenidad y la distancia. También la duda y la desazón. Eso es lo que están transmitiendo sus obras. A lo mejor cuesta compatibilizar esta moral con el Eastwood republicano y votante de Trump, pero este es un artista bastante más oscuro y muy superior a todas las etiquetas que han querido ponerle. Entre otras cosas, porque sus verdades finales no están en esas etiquetas miserables sino en la asombrosa complejidad ética y emocional de sus obras. No solo es un gran cineasta; es un maestro.
- 23 de junio, 2013
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