Cuando la muerte llega tarde
Fidel Castro ha muerto. La noticia, así de escueta, no por esperada deja de sorprender. Algunos hasta habían llegado a pensar, aunque no se atrevieran a confesarlo, que era inmortal. ¡Había durado tanto! Ya mandaba en Cuba cuando la guerra de las Malvinas y antes aún, cuando el hombre puso pie en la luna, y todavía más atrás cuando asesinaron al presidente Kennedy y antes de eso cuando él mismo protagonizó la crisis más grave de la guerra fría. Cuando llegó al poder el 1 de enero de 1959, el presidente Dwight Eisenhower dormía en la Casa Blanca y Charles De Gaulle en el Elíseo (nombres que pertenecen por entero a los libros de historia), aún faltaba casi una década para que Mao Tse Tung emprendiera su desastrosa y criminal revolución cultural y la discriminación racial en el sur de Estados Unidos se mantenía vigente.
Cincuenta y ocho años son muchos años, sobre todo si es para ejercer el despotismo, ya directamente o por delegación (como la mala salud lo obligó a hacer en su último decenio). Tan largo régimen deja permanentes secuelas de envilecimiento en la vida de un pueblo, el cual se traduce en escepticismo, apatía, amoralidad e infantilismo político. Si el déspota, además, es comunista, al horror de la represión y la falta de libertades hay que sumarle la ineficacia económica que siempre lleva aparejada ese sistema. Las tiranías rojas nunca son exitosas.
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