El curioso anhelo de la sociedad estática
El fuego reposa en el cambio.
Heráclito
Aunque los abanderados del relativismo cultural lo nieguen, es evidente que, con esfuerzo y sin recetas fantásticas, hemos avanzado durante las últimas centurias, incluso milenios. Es verdad que hay autores como Gibbon, secundado por Octavio Paz, a quienes la época de los Antoninos les resulta insuperable, un período tan feliz cuanto próspero. Según este parecer, desde Nerva hasta Marco Aurelio, habríamos contemplado la cumbre, pasando luego a vivir en decadencia. Obviamente, tal idealización permite más de una crítica. Al margen de los avances científicos que ni siquiera se imaginaban entonces y, por supuesto, contribuyen a nuestra salud, entre otros sucesos, no entendíamos aún cuán básica era la libertad individual. Ocurre que un criterio para notar la evolución es su respeto, creciente, también conflictivo; el pasado puede resumirse así: esclavos, siervos, súbditos, ciudadanos e individuos soberanos.
Siendo los hombres naturalmente libres, aun cuando muchos renuncien a esa condición para beneficio de gobernantes infames, las sociedades que conforman deben reflejarlo en sus regulaciones. Por consiguiente, no sería razonable, menos aún admisible, que se planteara el establecimiento de una asociación humana donde la libertad fuese suprimida. No pienso en casos extremos, tales como el esclavismo; estimo que los ataques sutiles y subrepticios tienen asimismo relevancia. No deben olvidarse los engaños en esta materia. Pasa que, pretextando terminar con la opresión, se proponen planes sin genuino aprecio por esa facultad. Se la invoca, pues, con móviles demagógicos, entendiendo que sirve para disfrutar del poder. Lo seguro es que las promesas sobre la instauración de una comunidad sin oprobios tengan un pésimo final.
Quien desee presentarse como partidario de una sociedad libre debe, por tanto, evitar el apoyo a convenciones que contradigan su esencia. Tendría que preocuparle la vigencia de reglas que afecten el desenvolvimiento autónomo del individuo. No se trata de alentar posiciones invariablemente anárquicas. Cabe la salvaguarda de un sistema que proporcione las mejores condiciones para nuestra convivencia, uno donde haya valores y principios con los cuales podamos realizarnos como personas. Sin embargo, como esos conceptos son tratados en normas colectivas, al igual que precautelados por instituciones, y éstas pueden fallar, no se deben considerar indiscutibles. Hay que descartar la idea de tener planes y tratamientos definitivos para resolver esos problemas sociales. Afirmar lo contrario equivale a propugnar una utopía, un orden perfecto y cerrado.
Así como los hombres cambian, ocasionalmente sin esgrimir fundamentos serios, lo hacen también sus sociedades. El dinamismo es un aspecto que no debemos desdeñar, peor todavía si aspiramos a reflexionar con cierto rigor. Esto no significa que cualquier modificación sea positiva; lo fundamental es dejar abierta la posibilidad de discutir al respecto. Está claro que podemos reivindicar el valor de invenciones como la democracia o, por ejemplo, encontrar virtudes en la familia tradicional. No obstante, postular que ya tenemos la totalidad de las respuestas a interrogantes sobre cómo debemos organizarnos es una posición incompatible con esa cualidad dinámica. Por el contrario, lejos de promover un sistema en que la libertad sea favorecida, esa postura lleva a consagrar un único modelo de sociedad, cuya menor alteración sería indeseable. Huelga decir que esa perfección estática no es de este mundo.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
- 10 de junio, 2015
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