Sobre procesos de mercado
En este recorrido didáctico que estoy haciendo por las asignaturas del Máster en Economía UFM-OMMA, me voy a ocupar en esta ocasión de los fundamentos de esas instituciones que llamamos mercados.
Gracias al profesor Juan Sebastián Landoni, descubrí autores como Juan Carlos Cachanosky o Ivo Sarjanovich, al tiempo que releí a Rothbard, a Kiztner o a Say con fruición. Además, disfruté mucho sus clases, completamente alejadas de cualquier dogmatismo académico: intentar resumirlas correctamente en un párrafo es más fácil de pensar que de hacer, pero creo no equivocarme afirmando que nos hizo entender los procesos de mercado desde el punto de vista de los consumidores (que compran bienes y servicios para satisfacer sus necesidades), desde el punto de vista de los productores (que utilizan factores de producción para producir esos bienes y servicios) y desde el punto de vista de los ahorradores e inversores (que acumulan capital para generar riqueza, renunciando a consumo presente a cambio de consumo futuro).
Estos mercados, por su propia naturaleza, no pueden ser independientes: un ajuste en uno de ellos provoca ajustes en los otros. Es cierto que hay leyes que se cumplen inexorablemente, como por ejemplo, la ley de la oferta y la demanda o la ley de rendimientos decrecientes, pero no es menos cierto que la relación de esos ajustes tiene una alta dosis de incertidumbre, que es el ámbito de la función empresarial: los empresarios, vía precios, tienen que gestionar esa incertidumbre para obtener una ganancia que nadie les puede asegurar a priori.
Dado que el ingreso por ventas es prácticamente la única línea que suma en la cuenta de resultados de una empresa, parece muy razonable que el empresario analice si está valorando correctamente el precio de su producto, para saber si está por encima o por debajo de lo que los consumidores están dispuestos a pagar por él, llegando así al concepto de elasticidad: qué pasa cuando cambian el precio de venta y la cantidad vendida, cómo cambia el ingreso total por la venta de una unidad adicional de producto, qué impacto tienen otros productos sustitutivos o complementarios, etc.
Es fácil intuir la complejidad de este análisis cuando se extiende a un número grande de empresas compitiendo entre sí: la solución neoclásica es un modelo alejado de la realidad que, aparte de cuestiones matemáticas formales que siempre podrán justificarse desde el punto de vista teórico (como por ejemplo, utilizar funciones de demanda y oferta continuas en vez de discretas, considerar la cantidad como variable independiente en lugar del precio o asumir que cada empresa es perfectamente elástica pero que la demanda total del mercado no lo es), parece definido para que su comportamiento se ajuste a la conclusión que se quería sacar a partir de él.
Así, el modelo neoclásico de competencia perfecta asume una serie de supuestos que permitirían alcanzar un equilibrio paretiano ideal: como ese equilibrio no se alcanza nunca en el mundo real, se deduce que el mercado es imperfecto a la hora de optimizar la asignación de recursos escasos, por lo que es necesaria la intervención del Estado, tal y como se quería demostrar.
Esa imperfección es lo que se conoce como fallos del mercado: prácticas monopolísticas (que permitirían un precio superior al de equilibrio en competencia perfecta), externalidades (que provocarían costes y beneficios distintos de los que se producirían en su ausencia), bienes públicos (que no podrían ser provistos por el mercado en la cantidad deseada) e información limitada (que impediría el conocimiento perfecto requerido por el modelo de competencia perfecta) y asimétrica (que no permitiría a los agentes económicos estar en igualdad de condiciones a la hora de tomar sus decisiones).
La solución neoclásica para cada uno de estos supuestos fallos del mercado es, como acabo de mencionar, la intervención estatal mediante regulaciones (respecto a los monopolios), impuestos o subsidios (respecto a las externalidades), provisión estatal (respecto a los bienes públicos) y controles de calidad (respecto a la información): por supuesto, los gobiernos se apuntan rápidamente a estas recetas intervencionistas.
¿Es un error usar un modelo teórico para analizar el fenómeno económico y obtener conclusiones? Sinceramente, no lo creo: es un método habitual en otros campos de la ciencia donde también es necesario asumir ciertos supuestos, siempre y cuando sean coherentes con la realidad.
Cuando ambos éramos estudiantes, a veces discutía con mi hermano sobre algunos de esos modelos ideales, como por ejemplo, el movimiento de un objeto en el espacio: las ecuaciones que describen ese movimiento tienen un significado distinto para un físico y para un ingeniero, ya que éste último asumirá que los cambios a partir de cierto grado de exactitud no son relevantes para su objetivo, mientras que el primero buscará describir ese movimiento lo más exactamente posible, puesto que su trabajo es más teórico que práctico.
Puede que obtengan resultados diferentes, pero ambos reflejarán, con mayor o menor grado de precisión, lo que pasa en la realidad cuando analizan el movimiento de dicho objeto: en caso contrario, rechazarán el modelo teórico que les ha llevado a obtener resultados que no se parecen a la realidad. No me imagino al físico y al ingeniero culpando al fenómeno que están estudiando de ser imperfecto por no ajustarse al resultado predicho por su sistema de ecuaciones.
En mi opinión, el modelo de competencia perfecta de la Escuela Neoclásica adolece de esa característica fundamental a la hora de reflejar lo que ocurre en la vida real: ninguna empresa tiene una curva de demanda completamente elástica en todos sus tramos, todas las empresas tienen alguna capacidad, por mínima que sea, de influir en el precio del producto, ningún monopolio natural ha sobrevivido eternamente a las innovaciones tecnológicas, etc.
Por eso me gusta mucho más la visión de la Escuela Austríaca: la competencia es un proceso dinámico, no estático, donde el empresario tiene que descubrir oportunidades de negocio continuamente, sin conocer de antemano cómo producir de manera óptima; donde cada empresa puede vender un producto diferenciado de los demás al precio que quiera y llegar a tener una cuota de mercado tal que opere como si fuera un monopolio, siempre que no haya barreras legales para que otros puedan entrar a competir; en definitiva, un modelo en el que hay libertad imperfecta en vez de equilibrio perfecto.
Me encantan las pescaderías de España, especialmente en el norte, donde suelo ir de vacaciones: los mostradores son un verdadero espectáculo por la cantidad de pescados y mariscos diferentes, lo cual me sirve para enseñar a mis hijas un vocabulario difícil de adquirir de otra manera viviendo fuera. Cuando vas recorriendo los puestos, puedes sentir el dinamismo de los que venden y compran, preguntando por qué el lenguado está más caro que ayer, discutiendo la diferencia entre el atún y el bonito, pensando si merece la pena esa merluza o aquella pescadilla, más pequeña pero igual de fresca y, por supuesto, algo más barata. Sientes que formas parte de un todo donde oferta y demanda cambian continuamente y es imposible poner en práctica el concepto de ceteris paribus: esos mercados, como cualquier otro, son mucho más que una foto fija, aunque sea neoclásica.
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