¿Por qué me gusta leer?
Hoy quiero hacerte una confesión: confesar por qué leo. No voy a hacer referencia a los estudios académicos que hablan con propiedad señera sobre la importancia de la lectura en nuestras vidas, incluso en nuestra salud; sin duda, todos ciertos. No. Es más simple y mundano. Leo porque soy un apasionado de las palabras y de las historias que éstas labran, dibujan, esconden y, a veces, cantan y lloran. Es simple: las necesito, en todos sus aromas y sabores.
Hay palabras que, juntas, se muestran serias y formales, como un desfile de verdades. En formación cerrada y con el ceño fruncido, desvisten laberintos, encienden dudas o provocan arrebatadas réplicas que hacen saltar la verdad desde inhóspitos rincones.
Hay otras engañosas. Enlazadas por arquitecturas hechiceras, inventan mundos lejanos, tan cerca que es posible sentir sus formas y colores. Es muy difícil creer en ellas. Las muy astutas, mienten, aparentan y confunden. Es tal su osadía que los laberintos de ficción que arman y desarman se convierten en realidades fabulosas en las que algunos quisiéramos quedarnos a vivir para siempre.
Las hay como puñales o colmillos. A traición, se clavan en la mirada; muerden y provocan un delirio fulminante que se enciende y quema, hasta que agoniza prematuro en un final inesperado.
Hay palabras encantadas. Unidas, es imposible evitar que deshilachen la piel hasta desnudar el alma. Se mezclan y conspiran. Crecen y trepan, como enredaderas, y aturden y muerden el corazón. Nada las detiene, ni lágrimas ni suspiros. Avanzan, rodean, cautivan y terminan por provocar decesos de amor.
Así son las palabras. Aparecen juiciosas como un ensayo o sagaces como una novela, fulminantes como un cuento o ardientes como un poema. Por eso las leo. Las busco, las persigo y las cazo. Las paladeo, las muerdo y las devoro. No es que sean un alimento imprescindible para vivir. Podría vivir sin ellas, pero mi vida no tendría la misma sazón; sobreviviría.
No entiendo a las personas que no leen. ¿Qué sabor tendrá sus vidas? ¿Cómo van por la vida sin atrapar tantas verdades, sin soñar tantos sueños, sin amar tantos amores?
Sí, confieso que leo, porque cada palabra, seria o embaucadora, certera o refinada, me recuerda que soy un ser humano y que estoy aquí y ahora para pensar, sentir y servir, es decir, para vivir.
¡Y todavía hay quien me pregunta por qué me gusta leer!
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