Perú-Brasil: Los siameses que se separan

Por Beltrán Gómez Híjar
Instituto Libertad y Desarrollo
La primera vez
que viajé a Brasil lo hice por tierra, buscando solo una aventura. El nuevo
milenio tenía poco tiempo de nacido y llegar al Monte Pascoal -como llamaron
al actual Brasil los primeros portugueses que llegaron por esas tierras- era
casi una odisea. “Señor Gómez, lo espera su auto afuera”, me dijo la persona de
recepción del hotel donde me hospedaba. Eran las 05:00 a.m. Adormilado, salgo
de mi habitación e inicio viaje hacia la frontera.
Durante los más
de doscientos kilómetros que separan Puerto Maldonado de Iñapari –el último
poblado peruano antes de llegar a la Isla de Vera Cruz, como le llamaban
también los primeros portugueses colonizadores al ahora inmenso Estado
sudamericano- pensaba en el por qué ambos países nos habíamos dado la espalda
durante casi doscientos años. En ese momento, ni una sola carretera unía ambos
países. Quizá de una manera muy parecida, vieron estas tierras el coronel Faustino
Maldonado y Carlos Fermín Fitzcarrald, ciento cincuenta años atrás.
Para llegar a
la vía carrozable, tuve que cruzar antes el río Madre de Dios, sin la luz del
día. El auto, el chofer y los tres pasajeros subimos a una barcaza. El silencio
de la selva y el reflejo de la luz lunar en las aguas, me hizo ver, en mi
imaginación, a los pioneros españoles que surcaban cientos de años atrás, esta
selva amazónica en busca de riquezas y gloria. Hoy, esa riqueza se extrae
dejando graves secuelas, contaminando los ríos por la minería ilegal y
deforestando los ricos bosques de manera indiscriminada.
Aún recuerdo
algunos nombres de los poblados que hay en el camino: Planchón, Mavila, Iberia.
Y la memoria me dibuja un camino estrecho, con barro, baches, mucha vegetación
alrededor y de todos los tamaños, así como uno que otro motociclista. Al final
llego a Iñapari, la frontera. Un poblado casi desolado. Dos tipos vestidos como
en el medio oriente se cruzaron en mi camino hacia el puesto fronterizo
peruano. Es un recuerdo bizarro. Como extraño es que dos países que comparten
límites y que se independizaron con solo un año de diferencia de las dos
potencias que tiene la Península Ibérica hayan estado mirando a sus respectivos
océanos, dándose la espalda, sin mirarse el uno al otro.
La línea de
frontera la dibuja un pequeño río, y para cruzar hacia la Nova Lusitânia
–otro de los antiguos nombres del hoy Brasil- tuve que bajar –o resbalar- unos
metros hasta llegar al lecho del río. Por un nuevo sol, un brasileño me hace
cruzarlo en su minúscula balsa. Ya al otro lado, el policía de frontera no me
hace una sola pregunta. Subo a un taxi junto a tres peruanos rumbo a Brasileia.
Más de cien kilómetros de viaje. Recuerdo a una señora que me habló durante
todo el camino, quien iba acompañada de su pequeña hija. Y a un joven puneño
comerciante, que hablaba tanto como Marcel Marceau en una de sus funciones de
mimo.
Una vez en
Brasileia, cruzamos de inmediato a la ciudad selvática boliviana de Cobija.
Parada final. Nos separamos. Pero el rechazo a caminar solo en un lugar tan
alejado de todo y de todos, me hizo correr por las calles hasta encontrar al
comerciante peruano. Luego de convencerlo para que me permita acompañarlo a
hacer sus compras, fuimos a buscar primero un lugar para que se hospede. Como
su habilidad para comunicarse era igual al de un actor extra en una película de
Charles Chaplin, fui yo quien tuvo que hacer toda la negociación para conseguir
una habitación, en un hospedaje donde los vecinos de habitación eran un viejo gallo
y tres gallinas que caminaban por el corral del lugar. Fue la primera señal de
lo que se venía.
En cada intento
de negociación que mi compañero hacía, recibía rechazos, indiferencia, abusos y
trampas. “¿Siempre es así?” -“Sí”. Con voz firme, decidida y libre de temores,
inicio mi experiencia de comerciante transfronterizo. Logré comprar todo lo que
había en la lista del mercader del altiplano, que luego iba a ser vendido en
Puerto Maldonado. Aprendí como es la idiosincrasia de los comerciantes peruanos,
brasileños y bolivianos, y las condiciones logísticas difíciles que tenían que
pasar. Entendí el por qué del alto costo de vida en la capital de Madre de
Dios, y empezaba a encontrar respuestas a mi pregunta de por qué el lado
peruano de esa triple frontera era el menos desarrollado.
Me despedí de
él ya entrada la tarde y crucé hacia el lado brasileño. Luego de pasear por
Brasileia, caminar por la tranquila Rua das Palmeiras, me encontré, para
mi suerte, con el risueño y buen conversador taxista brasileño que me trajo
desde casi del borde del río fronterizo. “Ojalá algún día pueda viajar a las
playas peruanas y conocer el mar. Las de Brasil están muy lejos de aquí”, lo
escuché decir. Luego de jugar billas junto con sus amigos, partimos rumbo a la
frontera. Nuevamente tuve que embarrarme hasta las rodillas bajando y subiendo
para atravesar el río. Ya en el lado peruano, mientras viajaba de retorno en
una vieja station wagon, pensé en cómo cambiar la situación de esos
comerciantes cuasi aventureros que se adentran en nuestras selvas, y que deben
pasar mil y un penurias para hacer algo que los seres humanos hacemos desde
hace milenios y que nos ha llevado al progreso: el intercambio y el
conocimiento mutuo.
Hoy ya existe
una carretera y un puente que une ambos países. Que lo esperaban por años la
gente de esos poblados recónditos de las selvas del Perú, Brasil y Bolivia. Y
también la gente de nuestros andes del sur, como lo comprobé cuando trabajé en
el tema social para el tramo más alto sobre el nivel del mar de la
Interoceánica. Y las poblaciones sureñas de la costa peruana, de quienes
escucho palabras llenas de esperanza por el potencial comercial que ofrece la
nueva vía asfaltada. De hecho, escribo estas líneas muy cerca del puerto más
meridional del Perú y donde acaba uno de sus ramales: Ilo.
Ahora Perú y
Brasil se acercan más. Construyen vías, diseñan pasos ferroviarios, aumentan
las frecuencias de vuelos entre sus ciudades, proyectan juntos centrales
energéticas, comercian más. Y mejor. Como dos hermanos siameses que nacieron
unidos por la espalda, ambas naciones han entendido que para progresar deben
separarse para volver la vista hacia el otro, cara a cara. Y ahora separados,
pero caminando juntos, inician acompañados el recorrido hacia el desarrollo.
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