Sobre la patria
Por
Alberto Benegas Lynch (h)
En
esta instancia del proceso de evolución cultural, la idea de nación es solo
para evitar los inmensos riesgos de la concentración de poder que significaría
un gobierno universal. En sociedades abiertas, el fraccionamiento ayuda a
preservar los derechos individuales con cierta competencia entre países y, a su
vez, cada uno subdivide internamente las jurisdicciones en provincias y éstas,
a su turno, en municipios. Un gobierno universal no cuenta con la dispersión
del poder y, por tanto, no permite fraccionarlo y no hay escapatoria posible
frente a un aparato estatal único que abarque el planeta.
Entonces,
ese es el único sentido de las fronteras que son consecuencia de accidentes
geológicos y, sobre todo, de acciones bélicas. No hay en ello nada natural. Los
idiomas no separan a los países puesto que hay muchos que contienen diversas
lenguas y dialectos, como Canadá, Suiza y España. No son fruto de las llamadas
“razas” puesto que tal cosa no existe como, entre muchos otros, explica Spencer
Wells (recordemos la noción idiota que desconoce que el judaísmo es una
religión, por ello es que en los campos de concentración de los criminales
nazis había que rapar y tatuar a los prisioneros para distinguirlos de sus captores)
y que los rasgos físicos son circunstanciales y se modifican con la ubicación
geográfica y que los grupos sanguíneos son cuatro para toda la humanidad.
Innumerables
son los mestizajes entre las personas y los movimientos migratorios son
permanentes lo cual, como especialmente apuntan Mario Vargas Llosa, Thomas
Sowell y Juan José Sebreli, convierte a la cultura en algo cambiante y
evolutivo en cuyo contexto hay un constante intercambio de hábitos, costumbres,
vestimentas, comidas, arquitecturas, músicas que a veces se toman como propias
sin percibir que son el resultado de largos procesos de entregas y
recibimientos que, a su vez, generan nuevos resultados.
Es
por ello que las pretensiones de establecer culturas alambradas constituyen una
de las manifestaciones más claras y rotundas del espíritu cavernario. De todos
modos, conciente o inconcientemente, persiste en ciertos círculos
manifestaciones de nacionalismo a través de la expresión “patria” que tomada
literalmente significa “tierra de los padres”, lo cual revela un afecto natural
por el terruño, por los lugares donde vivieron nuestros mayores, incluso por
los tiernos recuerdos que suscitan los olores, los ruidos e infinitas imágenes
de nuestros barrios (lo cual para nada autoriza a descalificar a quienes
abandonan sus lugares de nacimiento en busca de otros horizontes tal como lo
han hecho la mayor parte de nuestros antepasados).
Pero
el uso habitual y más generalizado de patria se extiende a conceptos distintos
que abarcan territorios vastos y extendidos que hacen que se hable del amor global
a tal o cual país que es similar a
sostener que se ama a tal o cual latitud geográfica o isobara o tal o cual
hemisferio o que se ama a tal o cual estrella en el firmamento. Este concepto
extendido lamentablemente no se refiere al respeto a los derechos individuales
sino que se circunscribe a un instinto territorial y a una equivocada acepción
de la soberanía que, como nos dice Bertand de Jouvenel, en lugar de aplicarla a
cada individuo se la vincula a manifestaciones diversas de los aparatos
estatales.
Más
aun, como escribe Juan Bautista Alberdi “El entusiasmo patrio es un sentimiento
peculiar de guerra, no de la libertad” o como concluye Esteban Echeverría “la
patria no es la tierra sino la libertad, el que se queda sin libertad se queda
sin patria”. Desafortunadamente, las ideas contrarias son frecuentemente
inculcadas a los niños, puesto que desde la más tierna infancia se los obliga a
cantar himnos guerreros, a marchar, a uniformarse, a no discutir con ninguna
autoridad y a estudiar historia en términos de municiones y pertrechos de
guerra. Por ese lavado de cerebro que forma autómatas es que hoy cuesta tanto a
muchos adultos sacarse de la cabeza la idea de patria en el sentido de limitarse
a la reverencia a pedazos de tierra, lo cual se estima debe “protegerse” del
extranjero y del intercambio libre de bienes y servicios que “invaden” cual
tropas de ocupación (me referí detenidamente a esto en mi largo ensayo
publicado hace un tiempo en una revista académica chilena, titulado
“Nacionalismo: cultura de la incultura”).
Se
quiera o no, estos dislates nacionalistas, tarde o temprano conducen a la
demanda por líderes mesiánicos. Tomemos el caso de Franco a título de ejemplo.
Luego del final desafortunado de Manuel Azaña y las muy sospechosas muertes de
los generales conservadores Sanjurjo y del Llano, comenzó lo que Segundo V.
Linares Quintana denomina “el Estado paternalista español” que “se inspira
visiblemente en la línea ideológica del fascismo italiano y del
nacionalsocialismo alemán”. En este sentido, es de interés prestar atención a
lo escrito por Luis del Valle Pascual, profesor de derecho constitucional que
adhería al régimen, quien referido al franquismo consignaba que: “en el Estado
nuevo, el pueblo político deposita, como hemos dicho, su confianza plena en un
jefe y éste es el que desarrollará con actos decisionales y normas coactivas
las exigencia más profundas de la comunidad nacional […] su voluntad será la
voluntad de la comunidad misma. El jefe es así, no solo el supremo conductor,
sino el intérprete y definidor de la voluntad nacional. Y mientras cuente con
la voluntad plebiscitaria, como se afirma del führer en Alemania, podrá decirse
que tiene siempre razón. El simboliza la realidad más profunda de la dirección
nacional. Indiscutiblemente aparece como el órgano supremo del destino de la
comunidad”.
Todos
los personeros del régimen y “el generalísmo” usaban y abusaban de la idea de
patria en el contexto de un poder sustentado en la tenebrosa combinación entre
la religión y la espada, basado en el autoritarismo y en la judeofobia tal como
lo prueban los textos escolares obligatorios de la época. Por ejemplo, en Historia del imperio español y de la
hispanidad de Feliciano Cereda se lee sobre “el carácter judío, su
actuación hipócrita y sus tendencias sociales que tantas veces han llevado a
España a la ruina” y en Así quiero ser,
el niño del nuevo Estado presentado por Hijos de Santiago Rodríguez se dice
que “Nosotros, los subordinados, no tenemos más misión que obedecer. Debemos
obedecer sin discutir […] Los españoles tenemos la obligación de acostumbrarnos
a la santa obediencia”. Paul Preston en su célebre obra Franco, caudillo de España concluye que “Fue un dictador brutal y
eficaz que resistió treinta y seis años en el poder y que le indujo a creer en
las idas más banales” del mismo modo escribe
Salvador de Madariaga en España.
Ensayo sobre historia contemporánea que “en lo único que piensa Franco es
en Franco […] a fin de que el navío de su dictadura se mantenga a flote”.
Por
todo esto es que podemos suscribir con gran beneplácito lo dicho por Demócrito
en cuanto a que “la patria del sabio es el mundo entero” o lo escrito por
Borges en el sentido de que “vendrán otros tiempos en los que seremos cosmopolitas
como querían los estoicos” o lo dicho por Fernando Savater que “cuanto más
insignificante se es en lo personal, más razones se buscan de exaltación en lo
patriótico” o finalmente (para no cargar de citas) lo asentado por Lord Acton:
“la teoría de la nacionalidad es más absurda y más criminal que la teoría del
socialismo”.
En
otros términos, los cánticos patrióticos -patrioteros en nuestra línea
argumental- no ayudan a fortalecer la noción vital de las autonomías
individuales y son hipócritas en cuanto a que declaman eso de “toma mi mano
hermano” a menos que se trate de extranjeros los cuales, como queda dicho, son
sospechosos de “invadir” territorios con sus personas y con sus bienes y
servicios contra los cuales hay que “defenderse”. El espíritu cosmopolita y el
respeto irrestricto por los proyectos de vida de otros (de todos) resulta el
aspecto medular de la buena educación, lo cual constituye la columna vertebral
de la convivencia pacífica y comprender que todos somos distintos con lo que las
generalizaciones son del todo inconducentes. En este último sentido, tengamos
presente la respuesta de Chesterton cuando le preguntaron que opinaba de los
franceses: “no se porque no los conozco a todos”.
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