K. Mingue y la tolerancia con los intolerantes

Después de la reunión regional de la
Mont Pelerin Society, el 28 de junio del corriente año en vuelo desde las islas
Galápagos a Guayaquil murió Kenneth Mingue con quien conservo correspondencia que
aunque no frecuente, por cierto muy fértil. Puede discreparse con ese autor
aquí y allá pero siempre deja una enseñanza en el contexto de su notable
erudición y contagioso buen humor.
Su ensayo expuesto en esa reunión
versó sobre el ingrediente del interés personal como elemento crucial en una
sociedad abierta en cuyo contexto citó autores tales como Hayek, Naill
Fergueson, Hume y Adam Smith en reflexiones jugosas, ilustrativas y
confrontativas en las que puede revisarse y discutirse el uso de algunos
términos como “egoismo” y “altruismo”. Cuando fui miembro del Consejo Directivo
de la Mont Pelerin Society, se consideraron trabajos de aquel distinguido
miembro y profesor emérito de la London School of Economics que ahora murió y
que nos ilustraba sobre puntos que se pensaba incluir en programas académicos
de esa entidad, específicamente sobre nacionalismo.
Hay una célebre entrevista que le
hizo William Buckley en “Fire Line” a Mingue donde se recorren varios de los
puntos característicos de la obra del pensador neocelandés que estudió en
tierras australianas, pero el eje central de sus ideas liberales puede
resumirse en una cita de su antedicha participación en la reciente y también
mencionada reunión ecuatoriana. Allí concluyó: “Me parece que nuestra
preocupación con los defectos de nuestra civilización se traslada en una
tentación permanente pero sumamente
peligrosa de encargarle la rectificación a la autoridad civil de aquello que
entendemos son imperfecciones sociales”.
En esta nota me quiero detener en un
aspecto muy distinto, tratado por el profesor Mingue en el Libertarian Oxford
Club en 2009. En esa oportunidad señaló que los sistemas en los que se impone
un orden jerárquico para “establecer lo que es verdadero” se ubica frente a la
cultura occidental en la que el eje central estriba en “los desacuerdos de
prácticamente todo” pero en base al respeto recíproco.
No hay en esto último la arrogancia
de los totalitarios de fabricar “el hombre nuevo” ni la perfección, que como ha
dicho Friedrich Hölderin “de tanto intentar que la tierra se convierta en al
paraíso la torna en un infierno” y como reza el proverbio latino a que tanto he
recurrido: ubi dubiam ibi libertas
(naturalmente, donde no hay dudas no hay libertad puesto que de antemano se
sabe donde apuntar sin afrontar elaboración alguna para elegir). Pero aquí viene
el tema que pienso abordar en esta nota vinculado al respeto recíproco en lo
cual subyacen normas básicas que deben cumplirse sobre las que hemos considerado de modo fugaz
-y a mi juicio insatisfactorio- en la antedicha correspondencia con el profesor
Mingue. El asunto es que debe hacerse con aquellos que apuntan no solo a no
cumplir esas normas de convivencia sino a destruirlas. Esto es lo que Karl
Popper denominó “la paradoja de la libertad”.
Veamos este asunto de cerca sobre lo
que escribí antes y que surgió también en la mencionada conferencia de Mingue
en Oxford como algo marginal sin que hubiera demasiada precisión, por lo que
quisiera analizar el asunto desde cero y reformular este delicado asunto. Popper
mantiene que “La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la
tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada incluso a aquellos que son
intolerantes, si no estamos preparados para defender una sociedad tolerante
contra la embestida del intolerante, entonces el tolerante será destrozado
junto con la tolerancia […], puesto que puede fácilmente resultar que no están
preparados a confrontarnos en el nivel del argumento racional y denunciar todo
argumento; pueden prohibir a sus seguidores a que escuchen argumentos
racionales por engañosos y enseñarles a responder a los argumentos con los
puños o las pistolas” (The Open Society
and its Enemies, Princeton, NJ., Princeton University Press, 1945/1950:546).
En la misma línea argumental, Sidney
Hook apunta que “Las causas de la caída del régimen de Weimar fueron muchas:
una de ellas, indudablemente, fue la existencia del liberalismo ritualista, que
creía que la democracia genuina exigía la tolerancia con el intolerante” (Poder político y libertad personal,
México, Unión Tipográfica Editorial Hispano Americana, Uthea, 1959/1968: xv).
El problema indudablemente no es de
fácil resolución. Giovanni Sartori ha precisado que “el argumento es de que
cuando la democracia se asimila a la regla de la mayoría pura y simple, esa
asimilación convierte un sector del demos
en no-demos. A la inversa, la
democracia concebida como el gobierno mayoritario limitado por los derechos de
la minoría se corresponde con todo el pueblo, es decir, con la suma total de la
mayoría y la minoría” (Teoría de la
democracia, Madrid, Alianza Editorial, 1987: vol.i, 57).
El tema de proscribir a los enemigos
de la sociedad abierta tiene sus serios bemoles puesto que resulta imposible
trazar una raya para delimitar una frontera. Supongamos que un grupo de
personas se reúne a estudiar los Libros v al vii de La República de Platón donde aconseja el establecimiento de un
sistema enfáticamente comunista bajo la absurda figura del “filósofo-rey”. Seguramente
no se propondrá censurar dicha reunión. Supongamos ahora que esas ideas se
exponen en la plaza pública, supongamos, más aún, que se trasladan a la
plataforma de un partido político y, por último, supongamos que esos principios
se diseminan en los programas de varios partidos y con denominaciones diversas
sin recurrir a la filiación abiertamente comunista ni, diríamos hoy,
nazi-fascista. No parece que pueda prohibirse ninguna de estas manifestaciones
sin correr el grave riesgo de bloquear el indispensable debate de ideas, dañar
severamente la necesaria libertad de expresión y, por lo tanto, sin que
signifique un peligroso y sumamente contraproducente efecto boomerang para incorporar nuevas dosis
de conocimiento.
La confrontación de teorías rivales
resulta indispensable para mejorar las marcas y progresar. En una simple
reunión con colegas de diversas profesiones y puntos de vista para someter a
discusión un ensayo o un libro en proceso se saca muy buena partida de las
opiniones de todos. Es raro que no se aprenda de otros, de unos más y de otros
menos, pero de todos se incorporan nuevos ángulos de análisis y visones de
provecho, sea para que uno rectifique algunas de sus posiciones o para
otorgarle argumentación de mayor peso a las que se tenían. Se lleva el trabajo
a la reunión pensando que está pulido y siempre aparecen valiosas sugerencias.
Por otra parte, en estas lides, el consenso se traduce en parálisis. Nicholas
Rescher pone mucho énfasis en el valor del pluralismo en su obra que lleva un
sugestivo subtítulo: Pluralism. Against
the Demand for Consensus (Oxford, Oxford University Press, 1993). Incluso
la unanimidad tiene cierto tufillo autoritario; el disenso, no el consenso, es
la nota sobresaliente de la sociedad abierta (lo cual desde luego incluye, por
ejemplo, que un grupo de personas decida seguir el antedicho consejo platónico
y mantener las mujeres y todos sus bienes en común pero sin afectar a terceros).
Sidney Hook sostiene que “una cosa
es mostrarse tolerante con las distintas ideas, tolerante con las diversas
maneras de jugar el juego, no importa cuan extremas sean, siempre que se respeten las reglas de juego, y otra,
muy diferente, ser tolerante con los que hacen trampas o con los que están
convencidos de que es permisible hacer trampas” (op. cit.: xiv). Pero es que, precisamente, de lo que se trata desde
la perspectiva de quienes no comparten los postulados básicos del liberalismo
es dar por tierra con las reglas de juego, comenzando con
la institución de la propiedad privada. En este sentido recordemos que Marx y
Engelssostuvieron que “pueden sin
duda los comunistas resumir toda su teoría en esta sola expresión: abolición de
la propiedad privada” (“Manifiesto del Partido Comunista”, en Los fundamentos del marxismo, México,
Editorial Impresora, 1848/1951:61) y los fascistas mantienen la propiedad de jure pero la subordinan de facto al aparato estatal, en este
sentido se pronuncia Mussolini: “Hemos sepultado al viejo Estado democrático
liberal […] A ese viejo Estado que enterramos con funerales de tercera, lo
hemos substituido por el Estado corporativo y fascista, el Estado de la
sociedad nacional, el Estado que une y disciplina” (“Discurso al pueblo de
Roma” en El espíritu de la revolución
fascista, Buenos Aires, Ediciones Informes, 1926/1973:218, compilación de
Eugenio D`Ors “autorizada por el Duce”: 13).
No se trata entonces del respeto a
las reglas de juego sino de modificarlas y adaptarlas a las ideas de quienes
pretenden el establecimiento de un estado totalitario o autoritario. Esto es lo
que estamos presenciando en estos momentos en el llamado mundo libre. Tolstoi
escribió que “Cuando de cien personas, una regentea sobre noventa y nueve, es
injusto, se trata de despotismo; cuando diez regentean sobre noventa, es
igualmente injusto, es la oligarquía; pero cuando cincuenta y uno regentean a
cuarenta y nueve […] se dice que es enteramente justo ¡es la libertad! ¿Puede
haber algo más gracioso por lo absurdo del razonamiento?” (“The
Law of Love and the Law of Violence”, en A
Confession and other Writings, New York, Penguin Books, J.Kentish, ed.,
1902/1987:165). Y
tengamos en cuenta que regentear es dirigir y mandar, por ende, en nuestro
caso, la concepción original de democracia desde Aristóteles en adelante -con
todas las contradicciones de las distintas épocas- se refería a la libertad
como su columna vertebral lo cual, como queda dicho, ha sido abandonada y
sustituida por expoliaciones reiteradas a manos de grupos de intereses creados
en alianza con el aparato estatal.
Vilfredo Pareto ha puntualizado que “El
privilegio, incluso si debe costar 100 a la masa y no producir más que 50 para los
privilegiados, perdiéndose el resto en falsos costes, será bien acogido, puesto
que la masa no comprende que está siendo despojada, mientras que los
privilegiados se dan perfecta cuenta de las ventajas de las que gozan”
(“Principios generales de la organización social”, en Estudios sociológicos, Madrid, Alianza Editorial, 1901/1987:128).
Este tipo de reflexiones eventualmente hace pensar si en última instancia los
procedimientos en vigencia no serán una utopía liberal imposible de llevarse a
la práctica puesto que con solo levantar la mano en la Asamblea Legislativa
pueden derrumbarse todas las vallas pensadas para mantener el poder en brete.
Esta preocupación se acrecienta debido al fortalecimiento de los incentivos de
ambas partes en este intercambio incestuoso de favores. Y no se trata en modo
alguno de adoptar otros procedimientos sin más, sino de invitar calmadamente a
todos los debates abiertos que resulten necesarios y a la eventual aceptación
de otras perspectivas consideradas más fértiles.
La
sabiduría de los Padres Fundadores en Estados Unidos previeron ese problema por
eso hablaban del sistema republicano y no de democracia y, sobre todo, a través
del federalismo que maximiza la descentralización y el fraccionamiento del
poder pero, aparentemente, con el tiempo, la fuerza centrípeta del gobierno
central absorbe funciones de modo creciente. Esto ocurre a pesar de la
competencia fiscal entre las distintas jurisdicciones y de que el
financiamiento del gobierno central estaba originalmente en manos de esas
jurisdicciones. Por eso es que el liberal debe siempre tener presente que el
conocimiento es una ruta azarosa que no tiene termino, abierta a refutaciones y
corroboraciones que son siempre provisorias.
Por
esta razón, por la higiénica política de siempre dejar despejados caminos
posibles aún inexplorados, resulta clave el prestar la debida atención nuevos
aportes y sugerencias para maniatar al Leviatán, temas que estaban siempre
latentes en los trabajos de Kenneth Mingue aunque no siempre se coincida con
sus perspectivas. En todo caso, se ha ido un intelectual propiamente dicho, es
decir, alguien que ejercía la crítica e invitaba a pensar.
El
problema central aquí planteado es de gran relevancia y refuerza la imperiosa
necesidad de estudiar y difundir los principios de una sociedad abierta al
efecto de comprender la urgencia de apuntalar marcos institucionales que
imposibiliten el uso de la fuerza agresiva y mantenerla exclusivamente para
propósitos defensivos. Y desde luego esto no es una operación que se hace de
una vez y para siempre sino que requiere la permanente renovación de aquellos
estudios y difusión para así contar con una vigilancia sin interrupciones.
- 10 de junio, 2015
- 3 de julio, 2015
- 6 de mayo, 2013
- 14 de septiembre, 2015
Artículo de blog relacionados
Por Norberto Fuentes ABC Resultaba extraño escuchar a uno de los más encumbrados...
9 de octubre, 2007BBC Mundo Madrid. -Un sacerdote, una abogada y una empleada pública son algunos...
28 de octubre, 2009- 1 de septiembre, 2015
Perfil Transcurre un poco más de un año de pandemia y ya queda...
1 de junio, 2021