¿Puede sobrevivir el capitalismo?

Joseph
Schumpeter en su Capitalismo, socialismo
y democracia contesta a la pregunta formulada en el título de esa nota con
un rotundo “no, no creo que pueda”. Por su parte, Benjamin Rogge en Can Capitalism Survive? también es
pesimista respecto al futuro de este sistema y Ludwig von Mises, en La mentalidad anticapitalista, detalla
los motivos de los generalizados perjuicios contra ese orden social y, por
último, para aludir a la bibliografía más relevante en la materia, dos ensayos
largos, uno de Robert Nozick titulado “Why Do Intellectuals Oppose Capitalism?”
y otro de Friedrich Hayek titulado “The Intellectuals and Socialism”, que desde
ángulos distintos centran su atención en la aversión al capitalismo por parte
de muchos de los intelectuales.
Es
por cierto un tema complejo pero antes de encararlo telegráficamente, señalo
que me parece más preciso y ajustado a lo que se intenta describir, destacar
que le expresión “liberalismo” es más apropiada que la de “capitalismo”. Esto
nos parece así porque el primer término abarca múltiples aspectos de la
condición humana, mientras que el segundo aparece como circunscripto a lo
crematístico (además de ser una palabra acuñada por Marx). Esta objeción es en
cierto sentido refutada por Michael Novak quien deriva la expresión de caput, es decir, de mente, de
creatividad.
De
cualquier manera, el hilo argumental por el que surge el pesimismo no significa
derrotismo puesto que como escribe Schumpeter en la obra citada, “la
información de que un barco se está hundiendo no es derrotista. Tan solo puede
ser derrotista el espíritu con que se reciba esta información: la tripulación
puede cruzarse de brazos y dejarse ahogar […] Si los hombres se limitan a negar
sin más la información, aunque esté escrupulosamente comprobada, entonces es
que son evasionistas […] La prognosis no implica nada acerca de la deseabilidad
del curso de los acontecimientos que se predicen. Si un médico predice que su
paciente morirá en breve, ello no quiere decir que lo desee”.
Pero
¿en que se basa buena parte de los estudios más o menos pesimistas respecto al
futuro de la sociedad abierta? En una combinación de factores que tomados en
conjunto pueden resumirse con algunos retoques en los siguientes ocho puntos
cruciales.
Primero,
en las faenas de intelectuales que no conciben que la sociedad abierta descansa
en ordenes espontáneos en los que el conocimiento disperso y fraccionado es
coordinado y sustentado en procesos en los que los respectivos intereses
particulares confluyen en sumas positivas, en un contexto donde son respetados
marcos institucionales a su vez basados en el derecho de cada cual. Rechazan
procedimientos en los que los planificadores no participen activamente en la
manipulación de recursos de terceros.
Segundo,
ese tipo de intelectuales muchas veces también sustentados en la pura envidia y
el desprecio por la competencia en el mercado laboral, no aceptan que empresarios que consideran
incultos “solo capaces de producir hamburguesas y similares”, obtengan ingresos
mayores que los que ellos perciben.
Tercero,
estos intelectuales encuentran apoyo firme en los burócratas puesto que la
aceptación de sus ideas les conferirá mayor poder y facultades para intervenir
en vidas y haciendas ajenas, a contracorriente de la eficiente asignación de
los siempre escasos factores productivos.
Cuarto,
esos intelectuales proceden a incursionar en colegios y universidades privadas
y estatales y en instituciones internacionales financiadas por gobiernos donde
difunden sus ideas estatistas, lo cual expande la aversión contra el
capitalismo que sostienen se basa en “la explotación”, en “prácticas
monopólicas” o en la mera “suerte”.
Quinto,
paradójicamente los barquinazos producidos por el estatismo son endosados por
los referidos intelectuales al capitalismo.
Sexto,
los empresarios tienden a seguir el conocido dicho de “mind your own business”
con lo que no se ocupan de defender sus empresas frente a los mencionados
embates, a lo que se agrega que las más de las veces no sabrían como hacerlo
puesto que sus talentos no abarcan esas actividades a pesar de que son el
soporte de su misma existencia (no solo eso sino que muchas veces demuestran no
tener la menor idea de cómo funciona el sistema en el que operan, para no decir
nada de los prebendarios o antiempresarios que, aliados al poder, abiertamente
rematan todo vestigio de competencia). Más aún, es frecuente que el común de
los empresarios procedan con complejo de culpa por lo que inventan figuras como
la llamada “responsabilidad social del empresario” (la mejor crítica que he
leído sobre este invento es la de Milton Friedman) al efecto de “devolver a la
comunidad” lo que el medio estima “les han quitado”. También sucede en ámbitos
intervencionistas que a medida que las fauces estatales avanzan, las llamadas
empresas privadas en la práctica dejan de serlo debido a las numerosas
regulaciones, con lo que la gente termina por sostener que los servicios
comerciales privados son tan deficientes como los gubernamentales, lo cual es
cierto puesto que resulta que el personal se convierte de hecho en burócrata
con los consecuentes cambios drásticos de incentivos, conclusiones aquellas
sobre la mala atención que aceleran el desgraciado proceso que comentamos. Por
ejemplo, banqueros que se convierten en dependientes de la banca central (y
cuando se llega al extremo de la confiscación de depósitos no asumen su
responsabilidad sino que se escudan tras el aparato estatal).
Como
una nota al pie a este sexto punto, es pertinente recordar que Juan Bautista
Alberdi dedica treinta y siete capítulos del octavo tomo de sus obras completas
al formidable empresario William Wheelwright, donde consigna sus coincidencias
con Herbert Spencer (de su obra Exceso de
legislación) en la tarea bienhechora y grandiosa de los empresarios en un
clima de libertad donde naturalmente queda excluido el fraude, la fuerza y la
cópula hedionda con el poder. En este sentido,
destaca que en las calles y plazas públicas, en lugar de colocar nombres
de reyes, gobernantes y guerreros que habitualmente ponen palos en la rueda,
deberían instalarse los de empresarios ya que a ellos se debe la luz, la
calefacción, la telefonía, las comunicaciones aéreas, terrestres y marítimas,
la prensa, las maquinarias agrícolas, los fertilizantes, la medicina, la
alimentación y, en una interminable lista, buena parte de lo que dispone la
civilización.
Séptimo,
la degradación de la democracia en una máquina infame convertida -a través de
alianzas y coaliciones- en un apoyo logístico de proporciones mayúsculas para
atropellar derechos individuales, en dirección radicalmente opuesta a la
concepción de los Giovanni Sartori de nuestros tiempos.
Y
octavo, dentro del grupo de intelectuales a los que aludimos no solo se destacan
profesores universitarios, ensayistas y profesionales varios sino que sobresalen
muchos pintores, sacerdotes, escultores, cineastas, poetas, escritores de
ficción y equivalentes que como no han abordado el significado ético, económico
y jurídico más elemental del liberalismo se pronuncian enfáticamente por
principios socialistas que dañan severamente a los mismos que dicen proteger.
Sin
embargo, el apuntado pesimismo puede contrarrestarse por la perspectiva de que
los referidos intelectuales sean más que compensados por otros de fuste que -aun
enfrentados a los gobiernos, a empresarios irresponsables y a gente indolente y
anestesiada- sean capaces de explicar las ventajas de una sociedad abierta,
especialmente para los que menos tienen. Incluso capaces de mostrar a
empresarios la conveniencia de financiar tareas que no solo preservarán sus
emprendimientos sino que resguardará la cooperación social sobre los pilares
del respeto recíproco.
Si
la antedicha tendencia no se corta se estará en medio de una tenebrosa
operación pinza: por un lado, intelectuales resentidos que apuntan a la
demolición del capitalismo y, por otro, frente a empresarios con una
complacencia suicida en un contexto donde hay demasiadas personas distraídas
que miran para otro lado como si fueran ajenas al problema. Por mi parte, como
he dicho antes, en esta materia no soy ni pesimista ni optimista, soy escéptico
porque tengo mis dudas de que en general se perciba el problema antes que sea
tarde, en lugar de percatarse que todos los que queremos vivir en libertad
debemos dedicar diariamente algún
tiempo a estudiar y difundir sus fundamentos. De todos modos, me infunden renovadas
esperanzas cuando constato nuevos grupos -especialmente de jóvenes- que se
instalan para trabajar en distintos campos en pos de la libertad.
Este
es el llamado de muchos intelectuales de valía tales como Hayek en el ensayo
antes citado, al escribir que “Necesitamos líderes intelectuales que están
preparados para resistir los halagos del poder y su influencia, que estén
dispuestos a trabajar por un ideal no importa lo alejado que puedan ser las
perspectivas de su realización. Tiene que haber hombres que estén dispuestos a
mantener principios y pelear por su completa ejecución aunque ésta sea remota”.
Este
reclamo urgente de Hayek, desde luego incluye la necesidad de trabajar las
neuronas para ponerle bridas al Leviatán e imaginar límites adicionales al
poder y no esperar que pueda revertirse la situación con mecanismos
institucionales que han demostrado su palmaria ineficiencia para garantizar los
derechos de todos. Si el intelectual la juega de político en busca de
componendas, nunca se logrará el objetivo puesto que él mismo habrá contribuido
a bloquear el camino al ocultar las metas de la sociedad abierta. El político
negocia según sea el espacio que generan los intelectuales en una u otra
dirección. En otro orden de cosas, cualquiera sea la tradición de pensamiento a
la que adhiera un intelectual, si no traiciona su rol y es una persona íntegra
será motivo de respeto por su coherencia. En cambio, el oportunista es en
última instancia repudiado desde todos los flancos.
- 25 de noviembre, 2013
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