El inventor y el capataz
Los agarraron en el Canal de Panamá con las manos
en los misiles. El castrismo no cambia. La complicidad de Cuba con
Corea del Norte lo demuestra. Lo había advertido en La Habana el Jefe
del Estado Mayor norcoreano, el general Kim Kyok Sik: “Visito a Cuba
para encontrarme con los compañeros de la misma trinchera, que son los
compañeros cubanos”. Dios nos coja confesados.
Además, Raúl Castro
está muy molesto. El país es un desastre. Lo dijo públicamente hace unos
días. Los cubanos son ladrones y vulgares, especialmente los jóvenes,
que sólo se dedican a perrear y al reguetón. Había prometido que todo el
mundo se podría tomar un vaso de leche y no lo ha conseguido. Ni
siquiera eso.
Hay menos huevos, menos carne, menos pollo. No hay
manera de acabar con el racionamiento ni de ponerle fin al truco de las
dos monedas. El Estado paga con la mala, la que no tiene valor, y vende
en la buena, la que vale mucho. Raúl Castro sabe que perpetra una estafa
de juzgado de guardia, pero se resiste a ponerle fin al delito.
Nada
de esto es nuevo. Hace unos 25 años, Raúl Castro comenzó a darse cuenta
de que el comunismo cubano era radicalmente improductivo. Fue entonces
cuando mandó a algunos de sus oficiales a tomar cursos de gerencia en
varios países capitalistas. Creía que era un problema administrativo.
Acababa de leer Perestroika, el libro de Gorbachov, y estaba deslumbrado.
En
ese momento, todavía Raúl no era capaz de entender que el marxismo era
una disparatada teoría que siempre conducía a la catástrofe. Fidel
agravaba el problema con su ridículo voluntarismo, su inflexibilidad,
sus iniciativas absurdas y su ausencia de sentido común, pero no
generaba el desastre. El mal comenzaba en las premisas teóricas.
Hoy
es diferente. A estas alturas, Raúl Castro, que ya no teme a Fidel y ha
eliminado de su entorno a todos los acólitos de su hermano, con siete
años de experiencia como gobernante, ya sabe que las recetas
colectivistas y la cháchara del materialismo dialéctico sólo sirven para
mantenerse en el poder.
Pero aquí viene la paradoja. A pesar de
esa certeza, Raúl Castro quiere salvar un sistema en el que ya no creen
ni él ni ninguno de sus más próximos subordinados. ¿Por qué ese
contrasentido? Porque no se trata de una batalla teórica. Cuando Raúl
declaró que no llegaba a la presidencia para enterrar el sistema,
realmente lo que quería decir era que no sustituía a su hermano para
perder el poder.
En todo caso, ¿cómo Raúl pretende salvar a su
régimen? Lo ha dicho: cambiando la forma de producir. Inventando un
robusto tejido empresarial socialista que sea eficiente, competitivo y
esté escrupulosamente manejado por unos cuadros comunistas transformados
en gerentes honrados que trabajarán incansablemente sin buscar ventajas
personales. Ya que no ha podido crear hombres nuevos, Raúl quiere crear
burócratas nuevos.
O sea, estamos ante una variante de los
delirios desarrollistas de su hermano Fidel. Mientras Fidel era el
inventor genial, siempre a la búsqueda de una vaca lechera prodigiosa
alimentada de moringa con la que solucionaría todos los problemas, Raúl
es el capataz riguroso, convencido de que es un tipo pragmático,
organizado y con la mano dura, que puede darle la vuelta a la tortilla a
base de controles y vigilancia.
Ese vigoroso aparato estatal
raulista coexistiría junto a un débil y vigilado sector privado
–empresas bonsai les llama el economista Oscar Espinosa Chepe–, cuya
función sería prestar pequeños servicios y ser el desaguadero de la mano
de obra excedente del sector público. Ahora los cuentapropistas están
bajo ataque porque algunos, supuestamente, ahorran y se hacen ricos.
Raúl quiere un capitalismo sin capital. Algo así como pretender que la
madama sea virgen y pudorosa.
¿Cuánto tiempo demorará Raúl Castro
en descubrir que su reforma tampoco funcionará porque es tan irreal como
las locuras agropecuarias de su hermano? A Gorbachov le tomó unos cinco
años admitir que el sistema no era reformable y no había otro camino
que demolerlo. A Raúl, aunque es duro de entendederas, eventualmente, le
ocurrirá lo mismo. Su hermano Fidel siempre lo decía, como reveló el
padre Llorente, maestro de ambos: este muchacho no es muy brillante.
Periodista y escritor. Su último libro es la novela Otra vez adiós.
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