Liderazgo y caudillismo
Tenemos que ser compasivos. Vaya que se ha vuelto difícil la función de
gobernar sociedades tan díscolas y cambiantes como las nuestras. Lo
haces mal, te destrozan; lo haces bien, te destrozan igual. Zbigniew
Brzezinski, ex consejero de seguridad de la Casa Blanca, dice que “hoy
es infinitamente más fácil matar a un millón de personas que
controlarlas”, que contenerlas, que gobernarlas.
El gran
contrapeso que hoy tienen los gobernantes para sustraerse del columpio
de las emociones erráticas es el liderazgo. Pero para eso necesitan
credibilidad y confianza. Porque puedes ser un político muy respetable y
con la película clara sobre lo que haya que hacer, pero si no inspiras
confianza, difícilmente te van a dar la pasada, por así decirlo.
Tampoco
mistifiquemos. El liderazgo es un atributo que sirve más para los
tiempos de crisis que en los aburridos días de cuando las cosas van
bien. El liderazgo de Churchill -que apeló a la sangre, al sudor y a las
lágrimas de los ingleses- no tendría ni la mitad de la estatura y
densidad que tuvo de no haber sido por la guerra. Ser líder cuando las
cosas van mal es más fácil que serlo cuando las cosas van bien. Como los
médicos, los líderes prueban ser mejores mientras más grave llega el
enfermo.
El liderazgo se prueba sobre todo en dos cosas. En
conectar el espacio individual del ciudadano con el espacio colectivo,
como en darle sentido, relato o dirección al momento que una sociedad
está viviendo. Tanto esa conexión como esta narrativa son de índole
emocional. Cuidado: estos son los movedizos terrenos de la política.
Aquí la razón kantiana se corta el pelo, y la lógica, sea tomista o
tecnocrática, tiene que irse para la casa.
¿Es un signo de debilidad que las sociedades necesiten de liderazgo?
Sí y no. Lo es porque en la república de los hombres libres y
responsables de sí cada cual hace lo suyo y sólo los niños necesitan
escuchar cuentos.
Y no, porque parece que no somos tan maduros ni
tan libres ni tan autónomos. Sin liderazgos como que las cosas se
desordenan. Crece la impaciencia, sobrevienen los miedos. Aparece el
hombre o mujer convocado por la historia para salvarnos del abismo y
todo se recompone.
Eso que en las religiones se llama fe y en
las mujeres sex appeal, en los políticos se llama carisma. El carisma
designa ese fuego o arrebato que el líder ejerce sobre los suyos y que a
veces, como la fe, es capaz de mover montañas. Weber oponía el
liderazgo carismático al liderazgo burocrático, impuesto por la rutina
de las instituciones, y al liderazgo tradicional, dictado por la
historia de la tribu.
Son buenas, son útiles, estas distinciones.
No son tan buenas ni tan útiles cuando las echamos a correr en los
escenarios políticos actuales. Entre otras cosas, bueno, porque están
los medios. Al parecer, el carisma que los dioses daban gratuitamente en
otra época ahora se puede construir a través del marketing, la TV y las
encuestas.
Como dice Javier Cercas, la televisión es hoy una
enorme fuente generadora de realidad en la política. Y es tal vez
también la principal máquina productora de irrealidad. Hoy no hay
liderazgo efectivo que no ponga a la televisión de su lado y el problema
es que una tentación persistente para el líder es hacer lo que dictan
las encuestas. El mundo al revés. El que está llamado a guiar se limita a
seguir. Y terminan guiando los que sólo estaban siguiendo.
Obviamente
esta distorsión, este escándalo, no es inocente. Probablemente es ahí
donde radica la raíz de la demagogia como perversión. La demagogia es
como la pornografía. Esta es ver todo lo que inconfesablemente nos gusta
ver. La demagogia es decirle que sí a todo lo que es gratificante,
facilón y popular, sin importar las consecuencias. Si un político
descubre que sus electores son caníbales, seguro, decía el viejo
Mencken, que les prometerá misioneros para la cena.
Si la
demagogia como política pornográfica es uno de los extremos, la
perversión contraria es la sobreideologización. Si con la política
pornográfica se nos concede todo lo que nos gusta, con la política
sobreideologizada se nos hace creer que nos gusta aquello que en
realidad nos disgusta. Para decirlo en corto: aquélla nos compra, ésta
nos vende.
Hoy tal vez el único test para medir un liderazgo es la capacidad de
decir no. No a las encuestas, no la manada. O por lo menos la capacidad
de poner límites. Hasta aquí no más. Más allá, no.
El liderazgo
carismático se puede usar para bien y para mal. Puede ser muy sano y
enriquecedor y puede ser muy tóxico y empobrecedor. Es aquí donde los
caminos del liderazgo político responsable y del caudillismo se separan.
El liderazgo político responsable educa en la libertad. El caudillismo
pervierte en el sometimiento oscurantista.
Si hay una piedra que
divide las aguas entre el liderazgo responsable y el caudillismo esa es
el respeto a las instituciones. El líder responsable sabe que el único
capital que tienen las democracias son las instituciones, el estado de
derecho, el poco glamoroso gobierno impersonal de la ley. El caudillo,
en cambio, apelando a la épica de la patria, de la revolución, se sabe
por encima de la ley, de las instituciones e incluso de la soberanía
popular.
¿Por qué si esto lo hemos sabido siempre, América
Latina sigue siendo un suelo fértil para el caudillaje? La explicación
consoladora es que aquí todavía existe mucho atraso e ignorancia. Ojalá
fuera así. Porque el más feroz de los caudillos del siglo XX fue capaz
de capturar el imaginario, la conciencia y la voluntad de los alemanes,
uno de los pueblos más cultos de la tierra. Obviamente tienen que entrar
en juego otras variables.
Ningún país tiene la suerte comprada
ni está inmunizado contra el populismo. La democracia, que puede ser muy
plana y aburrida, exige encima de los ciudadanos dos cosas: un
compromiso irreductible y una alerta permanente. Ciertamente no
deberíamos regateárselas.
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