La rebelión de los no tan pobres
La calle brasileña está
ardiendo de manifestantes, de ira y de reclamos. Como ardió el año
pasado la de Argentina y el año anterior la de Chile. Y como arderán
otras calles latinoamericanas, es lo más probable, en el futuro. ¿Hay
algo en común a todas estas explosiones de rebeldía popular? ¿Es más lo
que las equipara que lo que las diferencia? ¿Es lo que ahora sucede en
Brasil un asunto únicamente brasileño?
“La voz de la calle tiene que ser escuchada”, dijo la Presidenta
Dilma Rousseff desde Planalto esta semana. Era la aceptación, después de
muchos días de silencio desconcertado, de que muchos brasileños están
en serio entredicho con el estado de cosas imperante y dispuestos a
expresar una rebeldía masiva y sostenida. No es una imagen que el mundo
esperaba de un país-estrella y mucho menos en la era de Lula, que ha
prolongado su figura en la Presidencia de Dilma (de lo cual fue una
prueba más el que la presidenta se reuniese con su antecesor, luego de
admitir la crisis social, para pedirle consejo). Pero para los
brasileños, la sorpresa es mucho menor que para el resto del mundo: algo
no anda bien en Brasil desde hace unos años. El éxito del Partido de
los Trabajadores, es decir la era Lula, ha cedido el paso, poco a poco, a
una desconfianza hacia el poder en todos los niveles, en la que se
combinan desde el hastío con una corrupción percibida como endémica
hasta el temor a que la desaceleración económica de los últimos tres
años sea el fin de una ilusión.
La pregunta clave es si detrás de esta explosión de cólera está el
éxito o el fin de la ilusión. Porque ha habido ambas cosas en el Brasil
de la última década y no puede descartarse que lo que sucede sea, como
lo fue en el caso chileno, un asunto de expectativas desbordantes
desatadas por la nueva prosperidad y enfrentadas a las insuficiencias o
la mediocridad de los servicios públicos.
La primera impresión, sin duda, es esa. Por varias razones: los
manifestantes pertenecen a la clase media, no a las favelas, y lo que
piden no es lo que pide la gente pobre, sino la gente que ha dejado esa
orilla pero se siente lejos de haber llegado a la otra. Así como en
Chile la demanda que nucleó a todas las otras fue la educación, en
Brasil ha sido el transporte (lo que gatilló la protesta inicial fue el
aumento del precio en unos 10 centavos de dólar en Sao Paulo). Pero, a
diferencia de Chile, aquí se han sumado casi desde el comienzo
exigencias que tienen que ver no sólo con la expectativa de ser mejores,
sino con el temor a volver a ser peores. En Chile había quienes
cuestionaban todo el modelo, pero ese no era el tenor del grueso de la
protesta; en Brasil hay quienes creen que hay el serio riesgo de que los
40 millones que salieron de la pobreza en las últimas dos décadas
vuelvan a su condición anterior, o al menos se acerquen a ella.
¿Qué sucedió en Brasil en todos estos años? Diría, simplificando
hasta la insolencia, que dos cosas. Primero: el ascenso de la clase
media gracias al crecimiento que Lula heredó de Fernando H. Cardoso y
que él mantuvo, y la expansión del aspecto redistributivo del modelo.
Después: el frenazo de los últimos tres años, las marchas y
contramarchas para tratar de echar a andar la locomotora y la creciente
sensación, en la clase media, de que las sombras del consumo abundante
de los últimos años empezaban a opacar a las luces. Esto último no
devolvió a la clase media a su condición anterior: al contrario, sigue
siendo grande y abundante. Pero sí la devolvió a la realidad: una
realidad que se expresa en el hecho de que los hogares destinan entre un
tercio y 40 por ciento de sus ingresos a pagar deuda, la inflación es
alta (ha llegado en el caso de los bienes no transables al 9 por ciento)
y la inversión está en niveles bajos (la tasa es de apenas un 18 por
ciento del PBI, 10 puntos porcentuales menos que algunos de los de la
Alianza del Pacífico).
Vuelvo por tanto a la pregunta anterior: ¿crisis de éxito o de
fracaso? Los muchos años de crecimiento y redistribución crearon una
clase media que consumía a crédito lo que nunca soñó consumir. Esa clase
media, sin embargo, se encontró con una infraestructura paupérrima (los
agricultores pagan cuatro veces más que sus pares en otros países sólo
para llevar lo suyo a los puertos) y unos servicios muy malos, todo ello
en medio de una corrupción dantesca en todos los niveles de gobierno.
Ese encontronazo es, sin duda, parte de la causa de la rebelión. Está
expresada tanto en el tipo de manifestantes como en la naturaleza de sus
reclamos, que empezaron con el transporte y se extendieron a la
educación, la salud, la moral pública. Pero luego hay otro aspecto: un
constante reclamo contra la falta de crecimiento, contra lo que se
percibe como una desaceleración que puede ser de larga duración. Lo que
dice ese aspecto de la rebelión es: no queremos volver a ser pobres. A
diferencia del reclamo del éxito, este es el reclamo del fracaso: el
modelo se ha agotado y tememos mucho que todo haya sido una ilusión.
Pocas cosas indignan más a una población que la inflación. Brasil
tomó, hace dos años, una decisión arriesgada al empezar a bajar las
tasas de interés, que eran, en efecto, desmesuradamente altas, por orden
política. Pero la inflación ya era significativa y superaba a la de
otros países latinoamericanos. ¿El resultado? Un dato lo dice todo: hace
pocos meses tuvieron que empezar a subir las tasas otra vez. Los
precios que han indignado a los manifestantes son en parte el resultado
de la inflación: aunque esos precios han estado subvencionados y en
ciertos casos congelados por gobiernos locales, por los estados o por el
gobierno federal (según de qué rubro hablemos), la inevitable
aceptación de la realidad ha provocado que muchas de las tarifas,
incluido el transporte en Sao Paulo, suban.
Ha contribuido también a aumentar algunas tarifas el hecho de que el
gobierno, como parte de una política destinada a reducir lo que
consideraba que era una excesiva tasa de retorno para el capital,
obligara en su momento a muchas empresas a poner precios irrealmente
bajos en un primer momento (fue el caso de la gasolina: Petrobras tuvo
que vender el combustible por debajo del precio de mercado, con lo cual
sus ganancias cayeron, y debió reducir sus inversiones o gastos de
capital). Ahora, dándose cuenta de que la caída, o al menos el ritmo
bajo, de la inversión no augura nada bueno en medio de la desaceleración
general, empieza a dar marcha atrás en ciertas medidas y suben las
tarifas para permitir a las empresas mayores márgenes.
La calle va más rápido que el gobierno. Protesta también contra otras
cosas. Ya no acepta ni siquiera la inversión masiva del gobierno en
infraestructura, más de 12 mil millones de dólares, relacionada con las
citas mundiales de 2014 (fútbol) y 2016 (Olimpiadas). No hay semana que
no se haga alguna denuncia por cobro de sobreprecios en las distintas
obras. La calle se subleva: ¡basta de corrupción!
La gran diferencia con Chile es todo el aspecto adicional de la
rebelión que mencioné: los brasileños temen que el modelo no siga dando
lo que ya dio. El otro aspecto -la exigencia de servicios y justicia
acordes con la nueva clase media- sí tiene un parentesco muy directo.
¿Cuál de los dos aspectos es más determinante en la calle brasileña?
Sospecho que el segundo, pero el primero no está lejos del primero.
¿Y qué relación guarda con lo que vimos en Argentina? Más apropiado
sería, tal vez, hablar de las rebeliones argentinas en plural. Porque en
la última década larga se han registrado dos. La primera fue la del
célebre “¡Que se vayan todos!”. Esa ocurrió en 2001/2. La otra empezó en
2012, pero en cierta forma continúa, esporádica, todavía.
En 2001/2, la clase media, que había crecido mucho con la bonanza de
los 90, se vio ante el abismo: el modelo, por culpa de un gasto público
incompatible con la convertibilidad, hizo crisis. De súbito, la
prosperidad se iba como arenilla entre los dedos. Era una rebelión
contra el fin de la ilusión (en eso se parece, desde la perspectiva de
hoy, aunque con muchas diferencias de matiz, a uno de los dos grandes
elementos de la protesta brasileña de hoy). Pero la reciente es más
compleja, pues se trata de una rebelión también de la clase media, pero
con dos caras: una se expresa contra el populismo autoritario, es decir,
contra el kirchnerismo, del que desconfía desde hace buen tiempo. La
otra cara se expresa también contra el gobierno, pero en nombre del
populismo, pues lo que le reprocha no es el fracaso, sino la timidez en
las políticas populistas.
A diferencia de Chile o Brasil, donde era y es potente el reclamo de
servicios de primer mundo para una economía que ha hecho brotar una
vasta clase media, en Argentina el reclamo es de democracia y de
economía libre para un sector, y para el otro, de más tercermundismo
(pienso sobre todo en los peronistas radicales, parte de ellos
vinculados al sindicalismo, y en las “patotas”). Es decir: Argentina
está librando una batalla entre el primer y el tercer mundo en la
protesta, mientras que Chile y Brasil, al menos en el aspecto que ambas
protestas comparten, están debatiendo cómo hacer que los servicios y el
Estado se acoplen a la economía exitosa. En el caso de Brasil, como
queda dicho, hay además el otro aspecto: el temor de la clase media a
volver al tercer mundo. ¿Es esto último parecido a lo que reclaman los
argentinos hastiados del populismo? Sólo en parte. Los argentinos que
reclaman no temen volver al tercer mundo: más bien sienten que han sido
arrastrados de regreso a él por el kirchnerismo y, por tanto, lo que
piden es salir de él.
Por supuesto, surge la pregunta: ¿qué país vendrá después? ¿Será el
Perú, donde un aumento explosivo de la clase media ha puesto mucho
dinero en el bolsillo de la gente, pero donde los servicios relacionados
con la educación y la salud, así como el Estado en su conjunto, son
deplorables? ¿Será Colombia, donde también ha aumentado la clase media y
donde la polarización por la negociación con las Farc y las relaciones
exteriores del Presidente Santos parece un escenario de riesgo? ¿Será
acaso México, donde el PRD y su base social de izquierda están a la
espera de un fracaso del PRI para quedar como la única alternativa, tras
la fuerte derrota del PAN en las últimas elecciones?
No lo sabemos. Otra cosa que tampoco sabemos es si será posible una
respuesta común en toda la región a esta rebelión de las clases medias,
pues las diferencias parecen significativas entre caso y caso. Pero,
dada la rapidez con que viaja hoy el ejemplo, el que logre la fórmula
será copiado. Como fue copiado el programa de asistencia social
condicionada, “Oportunidades”, de México, por ejemplo, con algunas
variantes, según de qué país hablemos.
América Latina, tradicionalmente el continente de las mayores
desigualdades, donde el coeficiente Gini de los expertos registraba sus
grandes hazañas estadísticas, quería una clase media. Ya la tiene. Ahora
no sabe qué hacerse con ella.
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