¿Es la moral algo gaseoso y resbaladizo?
A veces se considera el criterio
moral como algo alejado de la razón y envuelto en una nebulosa difícil de
desentrañar o, de lo contrario, se la mira como un campo solo ligado a la
religión o al sexo. Las tres nociones están fuera de foco. Las ideas básicas
del bien y el mal son inherentes al individuo y pueden ser cultivadas y
perfeccionadas en el transcurso del tiempo, en paralelo con el carácter
evolutivo de esa concepción que permite ensanchar el campo moral a medida que
se amplía el conocimiento.
Lo bueno o malo es lo que hace bien
o mal a las personas para su acercamiento o alejamiento de la autoperfección en
su condición humana, para actualizar las potencialidades en busca del bien o
para renegar y desconocer esas potencias del ser humano. Lo moral es
inseparable del concepto de respeto: a si mismo en el vínculo intrapersonal o a
terceros en las relaciones interpersonales.
La moral alude a lo normativo, es un
ámbito prescriptivo no descriptivo, no se refiere a lo que fue o a lo que es
sino a lo que debe ser. Algunas religiones (la mayoría, desde las más antiguas)
adoptan principios morales que son anteriores al ejercicio de su culto, pero la
condición moral no está atada a determinada religión (un agnóstico puede ser
tan moral como un religioso consistente con su credo).
Como queda dicho, en no pocas
ocasiones se circunscribe la moral a cuestiones sexuales y equivalentes, pero
el territorio abarca áreas muy vastas hasta comprender toda la conducta humana
(solo los humanos pueden ser catalogados bajo la vara moral debido a su libre
albedrío y, consecuentemente, a su responsabilidad individual). Como se ha
señalado, el respeto a la propia persona es un aspecto de la moral, el respeto
a otros lo completa y enriquece.
Esto último -el respeto a otros- se
refiere a la necesidad de abstenerse de recurrir a la fuerza agresiva: todos
los actos que invaden autonomías individuales son inmorales. Todas las acciones
que agreden a otros, sea atacando la propiedad, la vida o la libertad de
nuestro prójimo son inmorales y, desde luego, no hay diferencia que cometa la
agresión una persona, una institución o un gobierno (la inmoralidad puede ser,
y frecuentemente es, legal o sea apoyada por el aparato de la fuerza).
Hoy en día todos los gobiernos en
mayor o menor medida le faltan el respeto a los gobernados. Podemos decir que
el siglo de oro del respeto se ubica entre el Congreso de Viena al finalizar
las guerras napoleónicas hasta la Primera
Guerra Mundial, período en el que la participación promedio de
los gobiernos en los países civilizados era del seis por ciento de la renta
total, donde no existían pasaportes, en un régimen de patrón oro, donde los
contratos eran palabra sagrada, prácticamente sin aduanas, sin sistemas de la
mal llamada “seguridad social”, en un clima de progreso moral y material, donde
el contacto con el aparato gubernamental era (eventualmente) con el policía de
la esquina si se cometía una infracción.
Hoy parece que solo se hace patente
la inmoralidad de los sistemas autoritarios cuando se observan en documentales
los rostros desencajados de andrajos humanos con sus bolsitos al hombro
escapando de las fauces del Leviatán que ha cometido todo tipo de atropellos
inimaginables en el sangriento y despiadado siglo veinte.
Más tenebrosa que la antiutopía de
Orwell del Gran Hermano se torna más cercana la de Huxley en la que la gente
pide ser esclavizada para desgracia de quienes conservan su autoestima y
dignidad. Se ha descuidado a Tocqueville cuando sentenció que “Se olvida que en
los detalles es donde es más peligroso esclavizar a los hombres. Por mi parte,
me inclinaría a creer que la libertad es menos necesaria en las grandes cosas
que en las pequeñas, sin pensar que se puede asegurar una sin poseer la otra”
y, antes que eso, el grito de varios de los Padres Fundadores en Estados Unidos
en el sentido que “el costo de la libertad es su eterna vigilancia”.
Por momentos, con todo el bien que
han hecho las religiones oficiales cuando abandonan la exterminación recíproca
(en nombre de la bondad y la misericordia) y aceptan el ecumenismo, parecería
que a algunos les hace mal a la cabeza cuando -en un alarde de hipócrita doble
discurso- justificadamente critican el ataque al corazón de la propiedad con el
nombre de “redistribución de ingresos” si está en boca de demagogos, pero les
parece una receta aceptable en boca de sus sacerdotes. Enceguecidos, no se
percatan del nexo causal entre una idea malsana y la ejecución de una política
destructiva para la moral.
El parto contemporáneo de la idea
liberal, es decir la idea del respeto irrestricto a los proyectos de vida del
prójimo, se sitúa en las decimonónicas Cortes de Cádiz, donde por vez primera
el liberalismo pasó de ser un adjetivo a ser un sustantivo para oponerse a los
denominados “serviles” a contracorriente de José (Pepe Botella) Bonaparte y
Fernando VII que ni bien reasumió abrogó la Constitución del 12.
Como es sabido, el liberalismo no es una línea política sino una forma de vida
social con la esperanza de ubicarse, en esta instancia del proceso de evolución
cultural, en dosis diversas, en todos los partidos de una sociedad abierta en
el contexto pluralista puesto que, como ha insistido Popper, las
corroboraciones son siempre provisorias y sujetas a refutaciones por lo que se requiere
debate abierto en ausencia de las siempre cavernarias ideologías que pretenden
un sistema inexpugnable y terminado (me referí con algún detenimiento a esto en
mi artículo de La Nación “El
liberalismo como anti-ideología”, Buenos Aires, mayo 31 de 1991). Por ello es
tan ilustrativo el lema de la Royal Society
de Londres: nullius in verba, es
decir, no hay palabras finales en un clima de permanente evolución.
No pocos han sido los autores que
han anunciado la muerte del bien y el mal en un contexto transvalorativo pero
la distinción prevalece en el hombre civilizado (e incluso se intuía en el
primitivo), por ello es que históricamente los códigos de mayor difusión han
rescatado el bien y condenado el mal. Sin duda que en las relaciones sociales
no cabe dictaminar sobre el fuero íntimo de cada uno que está reservado a la
conciencia de cada cual, de lo que se trata es del respeto recíproco.
Resulta por cierto alarmante la
indiferencia al avasallamiento de los derechos de terceros, y cuando toca lo
propio es más desconcertante aún que el damnificado explica como se adaptará a
la nueva norma salvaje, hasta que los espacios de libertad se reducen a la
respiración y a algún movimiento irrelevante. Quienes pretenden dar la voz de
alarma en esta situación es como si lo hicieran desde el fondo de un pozo sin
buena acústica y en la oscuridad y abandono más absolutos (por ejemplo, para
ilustrar con lo de hoy, cuando advierten de otro doble discurso superlativo:
los bailouts a Chipre que se acaban
de cerrar con el apoyo del FMI por la principal razón de que más de la mitad de
los depósitos del sistema bancario pertenecen a capitostes vinculados al
gobierno ruso).
El doble discurso y la indiferencia
moral anestesian la mente frente al peligro. Es una especie de jujitsu al
revés: como se sabe, se trata de una técnica marcial iniciada por los samurai
del Japón feudal por la que en el combate cuerpo a cuerpo se utiliza la fuerza
del contrario para vencerlo. Pues bien, no pocas personas de nuestro mundo
moderno, al abandonar valores morales, paradójicamente están recurriendo a su
propia fuerza para autoaniquilarse.
La contracara de tanta hipocresía
consiste en que, de un tiempo a esta parte, han surgido jóvenes entusiastas que
han decidido dar batalla en los frentes intelectuales para establecer un
sistema de tolerancia y respeto recíproco que constituye la base de un sistema
ético. Hay que celebrar con alegría estos acontecimientos que tienen lugar en
muy diversos rincones del planeta…y, desde luego, sería un acto de imperdonable
cobardía el dejarlos solos.
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