Theodore Zeldin: Sobre autoridad y respeto

Mucho se ha escrito sobre autoridad
y poder pero no todas las elucubraciones dan en la tecla. El poder implica
dominio, significa uso de la fuerza (lo cual es completamente distinto de poder
como verbo, en el sentido de capacidad para hacer algo como, por ejemplo, cuando
se constata que fulano puede jugar al ajedrez). En cambio, la autoridad alude a
la solvencia con que se procede: se reconoce a la autoridad del gran matemático
en su campo, al deportista en el suyo, al buen profesor y así sucesivamente.
Sin embargo, existe el uso fraudulento de “autoridad” en el sentido de
revestido de poder en cuanto a posibilidad de usar la fuerza con carácter
agresivo. En este contexto, se destacan en primer lugar los gobiernos que en la
versión convencional se extralimitan en sus atributos de proteger los derechos
de sus mandantes y, en su lugar, los conculcan, lo cual, claro está, no merece
respeto (situación bastante habitual por cierto). Por otra parte, el director
de un colegio no tiene poder en el sentido de la facultad de recurrir a la
fuerza agresiva sino que en la propiedad que representa, tiene la posibilidad
de amonestar según las reglas con las que se admitió al amonestado a la casa de
estudios.
Se ha dicho y repetido que debe
respetarse la investidura aunque no merezca respeto quien la detenta. A nuestro
modo de ver esto no es así ni debería serlo. En verdad, quien primero falta el
respeto a la investidura es quien la denigra al proceder de modo indigno.
Precisamente, el modo de respetar la investidura consiste en denostar a quien
la prostituye. Todo este razonamiento está dirigido principalmente a los
gobernantes que degradan su investidura al traicionar las funciones y el
mandato con que fueron investidos. Sin llegar al inaceptable tiranicidio que
aconsejaban los clásicos, es necesario el repudio a los que, en lugar de
proteger los derechos de la gente, los atacan y mancillan.
Theodore Zeldin, profesor de
historia en la Universidad
de Oxford, ha publicado un libro titulado An
Intimate History of Humanity en cuyo capítulo octavo desarrolla el tema del
poder, por un lado, y la autoridad en el contexto del respeto, por otro. Nos
recuerda que la primera manifestación teológica se ubica en la antigua Sumeria
en donde reyes y sacerdotes le decían a la gente que debían trabajar sin
desmayo en condiciones infrahumanas bajo la coacción de gobernantes “para que
los dioses pudieran descansar” y, desde luego, esos reyes y sacerdotes eran los
representantes de los dioses en la tierra quienes usufructuaban de semejante
patraña.
Señala este autor que durante la
mayor parte de la historia de la humanidad, salvo cortos períodos de
sublevación, la gente ha sido sumisa al
poder desenfrenado de una casta de gobernantes y sus socios privilegiados
quienes han vivido a expensas de la población a la que tenían (y tienen)
sumergida, todo en nombre de “la autoridad” y ahora observa con beneplácito que
los políticos que se han ubicado en el lugar de los reyes son los menos
respetados. En este sentido decimos nosotros que es pertinente tener en cuenta
que una reciente encuesta de Latinobarómetro
coloca a los políticos como los menos confiables de todas las profesiones públicas
posibles y ubican a los bomberos como los de mayor prestigio.
Escribe Zeldin que “Dos mundo
existen lado a lado. En uno la lucha por el poder continúa como ha sido
siempre. En el otro, no es el poder lo que cuenta sino el respeto. El poder ya
no significa que se le tenga respeto. Incluso el hombre más poderoso del mundo,
el Presidente de los Estados Unidos, no es suficientemente poderoso como para
concitar el respeto generalizado; tiene menos respeto que la Madre Teresa a quien nadie está
obligado a obedecer”.
Sigue diciendo que “Los gobiernos
modernos que siempre intentan controlar más aspectos de las vidas de las
personas que los reyes intentaron jamás, son constantemente humillados porque
sus leyes raramente logran lo que se proponen y son evadidas y burladas […]
ahora se ha descubierto que significa el poder: que la gente actúe como los
poderosos quieren […antes] se pretendía que el respeto fuera a quienes vivían a
expensas de los demás”. En resumen, “El respeto no puede lograrse a través de
los mismos métodos que el poder. No requiere de jefes sino de personas que
meditan […] sobre el respeto recíproco”.
Incluso el autor extiende sus
jugosas disquisiciones al campo de las relaciones voluntarias en la empresa con
lo que sin mencionarlo de hecho adhiere a la moderna concepción del “Market
Based Management” en la que se estimulan organigramas más horizontales. Así
consigna que “Los gerentes de empresas han dejado de verse como seres que
imparten órdenes o tomando decisiones y, en vez, concluyen que su función
radica más bien en incentivar a los integrantes de su equipo a que encuentren
soluciones por si mismos”.
En última instancia, la idea del
poder está basada en una superlativa presunción del conocimiento. En lugar de
comprender que la información está dispersa y fraccionada entre millones de
personas, se considera que todo debe resolverse desde el vértice del poder con
lo que en realidad se concentra ignorancia. Nadie sabe a ciencia cierta que
hará al día siguiente (puede conjeturar pero al modificarse las circunstancias,
cambia su agenda) y sin embargo se pretende manejar vidas y haciendas de
millones de personas.
La forma más civilizada y productiva
de obtener información en las coordinaciones de los procesos sociales es a
través de los precios en el mercado como únicos indicadores en un sistema de
propiedad privada (puesto que no pueden haber precios sin esa institución
fundamental). En esta línea argumental cierro esta nota con un ejemplo tomado
del amplio espectro del ecologismo hoy tan en boga, donde no solo se pone en
evidencia la arrogancia de los planificadores sociales sino que se dejan de
lado procesos de mercado que resuelven los problemas planteados, y en su lugar,
utilizar el canal del medio ambiente para eliminar la propiedad.
A través de las figuras de los
“derechos difusos” y el “subjetivismo plural” se pretende que cualquiera pueda
invadir la propiedad ajena alegando que se daña el planeta. No se trata de
atajarse de daños que se infringen al derecho de las personas en cuyo caso
naturalmente el damnificado puede demandar a quien se prueba lo perjudica (sea
a través de la emisión de monóxido de carbono o el derramar ácido sulfúrico en
el jardín del prójimo y equivalentes) sino recurrir al aparato estatal para que
se paralice la decisión de los dueños.
Esto último ocurre de este modo
debido a que se confunde lo que es un derecho con una externalidad positiva.
Por ejemplo, si una parcela linda con otra en la que hay una arboleda que
proyecta sombra sobre la tierra del vecino y, en otro momento, el titular
decidiera talar ese bosque, el primero lo pretende demandar porque estima
lesionó su derecho a la sombra. Esto constituye un error garrafal puesto que
quien se beneficiaba con la sombra del vecino, como queda dicho, obtenía una
ventaja gratuita (externalidad positiva) de lo cual no se desprende que tenga
un derecho sobre la aludida sombra.
Del mismo modo, si se comprobara que
cierta arboleda que se encuentra en la propiedad de alguien resulta de
importancia para proveer oxígeno a otros, esos otros, si estiman que es de gran
valor que se mantengan en pie esos árboles, deben pagar por ello para
mantenerlo del mismo modo que se paga por un medicamento o un alimento. Sin
duda que primero debe constatarse el peso relativo del bien en cuestión y esa
información en el contexto de un proceso evolutivo, igual que tantas otras que
van surgiendo con nuevas investigaciones, es provista por quienes obtengan el
referido conocimiento que, a su vez, es vendido en el mercado (si nadie la
compra es porque los datos del caso no se consideran de valor, pero de ninguna
manera se justifica el establecimiento de comisarios para que resuelvan por la
fuerza).
En el contexto de las preocupaciones
de Zelin, tal vez la estocada más contundente a la propiedad sea vía la
ecología. Hoy parece más efectivo para socializar el exhibir un ganso envuelto
en petróleo que un niño africano con el abdomen hinchado de hambre. En el
ejemplo citado se apunta a la colectivización de la propiedad y, como
resultado, ocurre lo que Garret Hardin ha bautizado tan ajustadamente como “la
tragedia de los comunes” (lo que es de todos no es de nadie y, por ende, los
incentivos son radicalmente diferentes respecto a cuando se asignan derechos de
propiedad).
El libro de Zeldin es de gran calado
y pega en el blanco respecto a los padecimientos de personas a las que se
atropella en sus autonomías individuales, no solo en el ejemplo señalado sino
en prácticamente todos los aspectos de la vida. Es hora de que se respete el
derecho de cada cual como algo efectivo y no como algo meramente retórico y se
establezcan vallas efectivas que tiendan a ser infranqueables para los abusos
del Leviatán.
A los economistas nos resulta vital
estudiar muy de cerca avenidas como las de la filosofía, el derecho, la
historia, la ecología y ramas necesariamente emparentadas con la economía,
puesto que como ha indicado el premio Nobel en Economía Friedrich Hayek: “nadie
puede ser un buen economista si solo es economista y estoy tentado a decir que
el economista que es sólo economista tenderá a convertirse en un estorbo,
cuando no en un peligro manifiesto”. Si, en un peligro manifiesto.
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