Del lenguaje al galimatías

Debido a lo que se ha dado en denominar
“political correctness”, observamos que la comunicación está flaqueando
de un modo tal que se corre el riesgo de quedar aislado. Hay varios
autores que muestran su preocupación con este peligroso proceso que
amenaza con envolvernos a todos en una especie de Arca de Noé a la
enésima potencia. Son muchos los libros que aluden a este problema, aquí
introduzco unas pocas perlas de los siguientes para algunos de mis
comentarios: Cultura y contracultura de Jorge Bosch, The Vision of the
Anointed de Thomas Sowell, The Closing of the American Mind de Allan
Bloom, Interpretación y sobreinterpretación de Umberto Eco, You Can`t
Say That de David E. Bernstein, Against Deconstruction de John M. Ellis y
Prejudices de Robert Nisbet.
Ya hemos escrito antes sobre la
objeción que se hace a la asignatura “history” porque se dice constituye
una expresión machista y, para compensar, debería denominarse
“herstory”. Lo mismo se dice respecto de Dios: no es pertinente
referirse a El sino, en todo caso a Ella/El o bucear en algo neutro.
Se
emplea este lenguaje absurdo para combatir lo que se estima
discriminatorio, sin percibir que la discriminación es sinónimo de
acción. No hay posibilidad alguna de actuar sin seleccionar, preferir,
distinguir y separar. Es lo que hacemos cotidianamente con nuestras
comidas, lecturas, amigos, entretenimientos, trabajos etc. Lo
inaceptable es la discriminación desde el gobierno ya que significa ir a
contracorriente de la igualdad de derechos, pero esto no es a lo que se
refiere la expresión en el supuesto lenguaje al que ahora nos
referimos. Así, se demanda judicialmente por discriminatoria la decisión
en la oficina de admisión de un teatro de valet cuando no se acepta a
una obesa en el conjunto de baile. Se recrimina a quien pone un aviso en
el periódico anunciando que en el consorcio de su departamento no se
aceptan niños. Se estima que es discriminatorio para otras religiones si
el demandante de una vivienda solicita que esté cerca de una sinagoga
porque iría en contra de otras denominaciones y de agnósticos o que se
encuentre a “walking distance” de un supermercado porque ofende a los
que se desplazan en sillas de ruedas. O se considera injurioso que se le
diga a una mujer que es linda porque discrimina contra las feas y así
sucesivamente.
Se abusa de la terminología de “servicio público”
cuando hay muchas personas que lo consideran una manifestación de mala
praxis y, además, con sus recursos detraídos coactivamente por los
aparatos estatales. Y en la lectura de textos se sostiene que el lector
puede interpretar lo que le venga en gana en una hermenéutica
independiente de lo que escribe el autor, con lo que la lectura
naturalmente pierde todo significado para entregarse a extravagancias
superlativas.
Las palabras son fruto de convenciones, no hay una
correspondencia epistemológica entre el enunciado y lo que se observa en
la realidad, sin duda que los enunciados son signos lingüísticos y el
objeto del enunciado está formado por entidades, propiedades o procesos,
de lo cual no se sigue que cualquier cosa vale porque, en ese caso, la
comunicación queda paralizada.
En estos contextos, se dice con
toda naturalidad que tal o cual grupo “vive bajo al línea de
supervivencia” sin percatarse de la gruesa contradicción puesto que si
se está bajo la línea de supervivencia no puede simultáneamente haber
vida. Se encaja la expresión “bizarro” en cualquier oración como comodín
en un sentido completamente distinto al que le corresponde, cual es
valiente (una improcedente extrapolación del inglés). Se recurre a la
palabra “enervado” como si se aludiera a alguien que está nervioso,
cuando en verdad significa debilitado.
Ésta moda del political
correctness conduce a pretendidas equivalencias que son a todas luces
tragicómicas. Por ejemplo, cuando a los criminales se les dice
“disfuncionales provisorios”, al asesinato “fin involuntario de la
vida”, al canibalismo “comida inter-especie”, al drogadicto “desafiado
químicamente”, a la ignorancia “conocimiento alternativo” a la familia
destrozada “grupo diferente”, al prisionero “cliente del sistema
correccional”, al saqueo institucionalizado “justicia social”, a la
cleptocracia “democracia participativa”, a los privilegios empresarios
“proteccionismo”, al pobre “marginado por la sociedad”, a la corrupción
estatal “desprolijidad”, a la confiscación “modelo nacional y popular”,
al derroche “redistribución de ingresos”, a la voracidad fiscal “equidad
tributaria”, al determinismo “teoría de la decisión”, al malestar
“estado de bienestar”, a la política retrógrada “progresismo”, al
fundamentalismo “mente abierta” y otras tantas acepciones que se
mantendrían en lo desopilante si no representaran una tragedia que
apunta a pasar de contrabando desvalores de magnitud colosal.
Los
diccionarios son libros de historia cuyos vocablos mutan de significado
con el tiempo (para constatar el aserto, no hay más que tomar libros
escritos en castellano antiguo, en inglés de una época remota o de
cualquier otro idioma), pero en el caso de lo que venimos comentando se
trata es de degradar conceptos en dirección a las respectivas
extinciones al efecto de sustituirlos por el relativismo axiológico
inherente al autoritarismo tan en boga en nuestros atribulados tiempos.
Y
lo paradójico es que en no pocos casos la llamada oposición pretende
combatir el autoritarismo recurriendo a las mismas recetas de los
autócratas en funciones. El ejemplo más reciente es el de Ecuador.
Gabriela Calderón me informa que el candidato opositor a Rafael Correa
en la próxima contienda electoral -Guillermo Lasso- propone actualizar
un “bono de desarrollo humano” (otra manifestación de cosmética
lingüística para ocultar manotazos al fruto del trabajo ajeno) que ha
entusiasmado tanto al mismísimo candidato en ejercicio que se pretende
batir, que éste anunció que lo incorporará de inmediato a su propia
política.
Aquella embarazosa situación de alquimias y piruetas que
con alguna reserva podríamos llamar gramaticales, se ve agravada por la
irrupción del posmodernismo en cuyo contexto todas las palabras carecen
de significación propia ya que “el significado es dialéctico”, rechazan
la razón y acusan a los oponentes de esta posición de “logocentristas”,
lo cual contradice toda la tradición que nació en la antigua Grecia
clásica donde comienza el logos, esto es, inquirir el porqué de las
cosas y su respectivo significado. Para los lectores que quisieran
ahondar en esta corriente, consigno que hace tiempo publiqué un ensayo
en una revista académica chilena (Estudios Públicos) que se encuentra en
Internet titulado “Un introducción al `lenguaje` posmoderno”).
Cierro
esta nota con un galimatías de otro tipo, tal vez el galimatías por
excelencia puesto que hace a la condición humana. Se trata del
materialismo filosófico o determinismo físico, desafortunadamente tan en
boga en diversos campos de estudio. Sostenemos que si esa posición
fuera correcta, es decir, si fuéramos solo kilos de protoplasma, as
saber, loros complejos, no habría libre albedrío, ni libertad, ni
responsabilidad individual, ni moral, ni posibilidad de ideas
autogeneradas, ni la posibilidad de revisar nuestros juicios, por tanto
es menester parar todo debate incluyendo éste puesto que nada podría
afirmarse que sea relevante ya que nada provendría de juicios
independientes sino que cada uno estaría determinado a decir lo que
dice. Ahora bien, decimos que el libre albedrío lo conocemos por
introspección: constatamos que decidimos en tal sentido y que podríamos
haber decidido en otro, pero si se nos replica que esto constituye una
ilusión debe aclararse que eso se afirma como verdad y, precisamente, en
al contexto del determinismo no hay tal cosa como proposiciones
verdaderas o falsas (de la misma manera que no pude predicarse la verdad
o la falsedad de un hueso: simplemente es, para pronunciarse sobre el
acierto o el error es necesario un sujeto con juicio independiente, es
decir, con libre albedrío).
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