«España no puede competir en un mundo globalizado»
Libre Mercado, Madrid
A buen seguro
hemos oído en más de una ocasión que la crisis económica española no tiene
remedio alguno, por cuanto no se trata de una crisis coyuntural sino estructural:
España no desempeña papel alguno en un mundo globalizado, por lo que está
incapacitada para competir, bien con países emergentes como China, Brasil o
Turquía, bien con otros más acaudalados y productivos como Canadá, Suiza o
Australia. Estamos, suele decirse, en el peor de los dos mundos posibles:
ni somos competitivos en coste laboral ni lo somos en productividad de la mano
de obra.
Como sucede con
muchos razonamientos económicos, a partir de dos o tres observaciones
parcialmente ciertas suele construirse un argumento falaz pero en
apariencia indisputable. En este caso, las premisas más o menos ciertas desde
2007 han sido:
- España
tiene que modificar en profundidad un modelo productivo
basado excesivamente en el consumo interno, la construcción y el
endeudamiento exterior. - Ese nuevo
modelo productivo lo hemos de encontrar en un mundo cada vez más
especializado individual y territorialmente, sobre todo tras la
aparición de nuevos y gigantescos centros de producción. - España
tiene una mano de relativamente obra cara en relación con su
productividad. - El marco
institucional restante de España –electricidad cara, elevados
impuestos, barreras institucionales, etc.– tampoco contribuye a que los
empresarios encuentren claras oportunidades de negocio.
La conclusión
errónea es que España estaba irremediablemente condenada e
incapacitada para encontrar su lugar en el mundo y que, en consecuencia,
debíamos aislarnos de ese mundo con devaluaciones (en caso de haber sido
posibles) o barreras arancelarias.
Tan mercantilistas conclusiones
fueron puestas en jaque en el s. XIX por el brillante economista francés Jean
Baptiste Say, quien se encargó de demostrar que no es la demanda lo que
crea la oferta, sino que es la oferta lo que posibilita la demanda; es decir,
que los agentes económicos produzcan cada vez más no implica que
irremediablemente alguno de ellos tenga que vender cada vez menos, pues cuanto
más produzcan los demás, más ricos se volverán también para ser capaces de
demandar más. O, como decía Say:
No es perjudicial para la industria y la producción nacional que importemos
mercancías extranjeras, pues no podemos comprar nada a los extranjeros que no
paguemos con productos nacionales que coloquemos en el exterior.
Por supuesto,
la introducción del crédito bancario artificialmente barato dentro de la
ecuación ralentiza enormemente el ajuste: hoy sí es posible comprar sin pagar de
momento (endeudándonos). Pero a largo plazo la Ley de Say se impone
inexorablemente: para comprar hemos de vender, y que los demás nos vendan mucho
significa que podrán comprarnos mucho.
Así, y pese a
todos los grilletes fiscales y regulatorios que atenazan a la economía
española, ésta ha sido capaz de incrementar sus exportaciones un
20% desde el año 2007 (y un 50% desde el año 2009). Ahora bien, lo llamativo no
es tanto la variación agregada de nuestras exportaciones como la descomposición
regional con respecto a 2007. Entre los países en desarrollo, vendemos un 150%
más a Algeria, un 115% más a Brasil, un 75% más a China y Marruecos y un 65%
más a Turquía. Entre los países más ricos y productivos, exportamos un 140% más
a Australia, un 115% más a Singapur, un 91% más a Canadá y un 87% más a Suiza.
Ciertamente, buena parte de esa mejora puede deberse a un incremento de nuestra
competitividad –vía congelación salarial y lenta pero progresiva
reestructuración productiva–, mas la mayor parte se debe a algo más simple:
como esos países son más ricos que en 2007, también gastan más en el exterior.
El error siempre estuvo en creer que China se terminaría
convirtiendo en la fábrica de todas las mercancías mundiales: si producen y
venden tanto al exterior, inevitablemente tendrán que comprar al exterior
aquello que no consumen internamente.
La expansiva
riqueza y la competitividad internacionales no suponen una amenaza para España,
sino nuestra tabla de salvación. No hemos de desear un hundimiento de las
economías emergentes, para ver si de ese modo somos capaces de competir con
ellos: al contrario, hemos de desear que se desarrollen lo más rápido
posible para que así pasen a comprarnos muchas más mercancías. Como también
explicó Say:
Cualquier individuo está interesado en la prosperidad general, pues el
éxito de una rama de la industria promociona el éxito de las restantes.
No nos
centremos tanto en ver cómo metemos el dedo en el ojo a los extranjeros y
prestemos más atención en no tirar piedras contra nuestro propio tejado: hemos
de avanzar mucho más rápido en el reajuste productivo y financiero de
nuestra economía, y para eso necesitamos mercados mucho más libres y
administraciones (e impuestos) mucho más pequeños. Cuánto mayor sería el
impulso a nuestras exportaciones si su mejora no procediera solamente de que
los extranjeros, al ser más ricos, tienden a consumir un poco más de todo, sino
a que estuvieran especialmente interesados en adquirirnos productos específicos
de alto valor añadido. Pero para ello hay que fabricarlos, y para fabricarlos
hay que completar una excesivamente lenta reorganización productiva. La
recuperación podría haber sido muy rápida si nuestros políticos no se hubiesen
empeñado en eternizarla y en conjuntarla con todo tipo de incertidumbres extremas
(como la suspensión de pagos o la ruptura del euro), cuyo único propósito era
evitar pinchar la burbuja del sector público. Esperemos que sus intromisiones
no pesen más que la creciente prosperidad exterior, que está tirando de nuestro
anquilosado carro.
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