Algo sobre Swedenborg

Una conferencia de Borges
pronunciada el 9 de junio de 1978 despertó mi curiosidad sobre un personaje al
que el disertante dijo que “quizá el hombre más extraordinario -si es que
admitimos esos superlativos- fue Emanuel Swedenborg” por quien se interesó a
raíz de un escrito de Ralph Waldo Emerson y del hecho que el libro más
difundido de Swedenborg se encontraba en la biblioteca de su padre, en Ginebra,
en 1915 (luego en Buenos Aires volvería a leer esa obra junto a Xul Solar).
Personalmente no asistí a esa presentación borgeana pero la leí en una
publicación de 1979 titulada Borges oral de Emecé Editores/Editorial
Belgrano.
El personaje de marras nació en
Suecia en 1688 y sus estudios y obras publicadas de su primera época se
refieren a las matemáticas, a la biología, la anatomía y la física. A partir de
1745 se dedicó por entero a la teología (solamente en esta materia sus escritos
ocupan ocho volúmenes) sobre la cual su libro más conocido es El cielo y sus maravillas, y el infierno
publicado originalmente en latín en 1758 y traducido al inglés en 1933 y al
castellano en 1991. James Joyce sostiene que este escrito “es la obra maestra
de Swedenborg”.
A diferencia de mentes
calenturientas de no pocos predicadores religiosos que describen lo que ocurre
después de la muerte con lujo de detalles inauditos y aludiendo al cielo y al
infierno a través de lecturas bíblicas literales y no referencias metafóricas o
alegóricas, a diferencia de estas interpretaciones decimos, el eje central de
Swedenborg apunta al acercamiento mayor o menor a la Perfección según hayan
sido nuestras conductas. En este sentido, escribe que “al mencionar las
acciones y las obras se alude a su contenido y no a su aspecto exterior, ya que
como todo el mundo sabe, toda acción y toda obra emanan de la voluntad y el
pensamiento del hombre; de no ser así, serían meros movimientos, como los que
ejecuta un autómata”. Y antes de esta encendida defensa del libre albedrío y la
consiguiente responsabilidad individual por nuestros actos, manifiesta que “a
la paz interna se accede solamente a través de la sabiduría y, por ende,
solamente a través de la conjunción del bien y la verdad, dado que la sabiduría
emana de esa conjunción”. De este modo el autor apunta a la psique, el alma o
la mente como lo característico y sobresaliente en el ser humano, cuya
alimentación es inexorable para el autoperfeccionamiento y la actualización de
las respectivas potencialidades, únicas e irrepetibles en cada uno.
En la misma línea argumental,
subraya que “en el mundo espiritual, la distancia [con la Perfección o Dios] está
determinada exclusivamente por los estados de interioridad […] los que son más
perfectos, es decir, los que sobresalen por su bondad, su amor, sabiduría e
inteligencia, están en el centro: los menos destacados se ubican alrededor, a
una distancia que varía según el grado decreciente de su perfección. Su orden
de ubicación, es semejante al de una luz que va disminuyendo del centro a la
periferia” y, más adelante, reafirma que “el mal en el hombre es el infierno
dentro suyo, puesto que el decir mal o el infierno viene a ser la misma cosa. Y
como el hombre es la causa de su propia maldad, es el mismo quien se conduce al
infierno”.
Estas reflexiones se condicen con la
lógica y presentan correlatos bastante estrechos con lo consignado por el
médico Raymond Moody en su obra en dos tomos titulada Vida después de la vida que reproduce relatos de personas que han
sido declaradas clínicamente muertas pero pudieron ser reanimadas, lo cual
reitera la también facultativa Elisabeth Kubler-Ross quien prologa este libro.
También ahora es revelador en la misma dirección el testimonio de Ebon
Alexander (profesor de neurofisiología en la Medical School de Harvard)
quien estuvo en coma siete días como consecuencia de una meningitis bacteriana
que mantuvo su corteza cortical inactivada.
En realidad hay solo dos pilares que
son posibles de abordarse de modo racional: la existencia de una Primera Causa
y la inmortalidad de los estados de conciencia o del alma. Lo primero debido a
que no resulta posible una regresión ad
infinitum en nuestra existencia, de
lo contrario, si nunca comenzaron las causas que nos dieron origen no existiríamos,
lo cual no es incompatible con el Big Bang como fenómeno necesariamente
subordinado a la Primera Causa
o Dios ya que se trata de lo contingente, no de lo necesario. En segundo lugar,
la mente, la psique, el alma o los estados de conciencia (lo inmaterial, lo que
no se deteriora, aquello que nos distingue de ser solo kilos de protoplasma)
son inexorables para que tengan sentido las proposiciones verdaderas o falsas,
la argumentación, las ideas autogeneradas, la revisión de nuestro propios juicios,
la responsabilidad individual y la moralidad de los actos. Entre otros muchos autores, Richard Swinburne
-profesor emérito de la
Universidad de Oxford- explica en Free Will and Modern Science la relación cuerpo/mente con gran
elocuencia y fundamentación. Si fuéramos loros, ni siquiera podríamos debatir
sobre lo que ahora estamos tratando ya que entre autómatas no hay razonamientos
propiamente dichos (escribí un largo ensayo sobre este tema titulado
“Positivismo metodológico y determinismo físico” originalmente para el
Instituto de Metodología de las Ciencias Sociales de la Academia Nacional
de Ciencias Morales y Políticas de Buenos Aires y que ahora está en Internet).
Pero como siempre ocurre con todo
escrito de cierta extensión, hay en esta obra de Swedenborg puntos en los que
estoy en desacuerdo. Uno de ellos es sobre su absurda condena al amor propio,
el cual constituye la razón por la cual pensamos y actuamos: todo está en
nuestro interés personal ya sea lo bueno como lo malo (si no está en interés del
sujeto actuante no hay acción). Este tema fue motivo de discusión con el editor
del referido trabajo de Swedenborg en castellano, Christian Wildner quien tuvo
la amabilidad de visitarme en mi oficina en Buenos Aires al poco de publicarse
el libro, oportunidad en la que nos
embarcamos en un debate sobre el tema en cuestión.
En este sentido, viene muy a cuento una
cita de una nota periodística de Gary Hull sobre el interés personal en el amor,
la cual es totalmente independiente de la noción que este autor tenga sobre la
idea de religión. Hull abre su nota periodística del siguiente modo: “Cada año en el día de San Valentín, se comete un crimen
filosófico. De hecho, se comete durante todo el año, pero su destructividad se
ve aumentada en esta fecha. Este crimen es la propagación de una falsedad
ampliamente aceptada: la idea de que el amor es desinteresado. El amor, se nos
repite constantemente, consiste de auto-sacrificio. El amor basado en interés
personal, se nos advierte, es barato y sórdido. El amor verdadero, nos dicen,
es altruista. ¿Lo es? Imaginen una tarjeta de San Valentín que se tome esta
idea en serio. Imaginen el recibir una tarjeta con el siguiente mensaje: No obtengo ninguna satisfacción de tu
existencia. No recibo ningún disfrute personal de la forma en que te ves, te
vistes, te mueves, actúas o piensas. Nuestra relación no me beneficia. No
satisfaces ninguna necesidad sexual, emocional o intelectual mía. Eres sujeto
de caridad para mí y estoy contigo sólo por lástima. Besos, XX.”
El libro de
Swedenborg, además de un breve reportaje a Borges realizado por el mencionado
Wildner, lleva como introducción un escrito de Hellen Keller que se titula “Mi
religión” donde consigna que a través del sistema Braille leyó el prefacio que
anota una mujer ciega “cuya oscuridad había sido iluminada por las bellas
verdades de las escritura de Swedenborg” y confiesa que “mientras iba dándome
cuenta del significado de lo que leía [en el libro], mi alma parecía expandirse[…] por primera vez la inmortalidad se hizo inteligible para mí […] Swedenborg
hace que la vida futura no sólo sea concebible sino deseable”.
Agrego a lo dicho una
consideración de Swedenborg sobre la pobreza y la riqueza generalmente muy mal
tratadas en las comunidades religiosas tradicionales. Así se pronuncia nuestro
autor sobre el tema: “los ricos entran al cielo con la misma facilidad que los
pobres y que ningún hombre queda excluido del cielo a causa de su riqueza, ni
se lo admite en el cielo a causa de su pobreza […] En primer lugar es conveniente
aclarar que el hombre puede adquirir bienes y acumular riquezas si se le
presenta la oportunidad, siempre y cuando no recurra a artificios o fraudes
para lograr su cometido, que puede disfrutar de la exquisitez de la comida y la
bebida siempre y cuando no viva nada más que para ello, disponer de una
residencia palaciega […] tampoco es menester que ceda sus bienes a los pobres,
salvo en el caso en que su afecto se lo dicte […] Los pobres no van al cielo en
virtud de su pobreza, sino en virtud de la vida que llevaron. No hay una
misericordia que sea privativa de unos o de otros; el que llevó una buena vida
es admitido, el que se entregó a la mala vida es rechazado”.
Como es bien sabido,
el soporte de la existencia de Dios está muy extendido en estudiosos y
científicos de muy diversas ramas del conocimiento, pero estimo que la tesis
sustentada por George Steiner en Real
Presences presenta un magnífico resumen en el contexto del mundo de los
escritores y artistas: “donde la presencia de Dios no es una suposición
defendible y donde Su ausencia no es sentida con un peso sobrecogedor, ciertas
dimensiones del pensamiento y la creatividad no resultan asequibles”. Es que la
arrogancia y el abuso de la razón no permiten aceptar que el origen del
universo se debe a causas que están más allá de nuestras fuerzas y por ende hay
un empecinamiento en atribuirlas a situaciones meramente contingentes en lugar
de sobrenaturales. Esta presunción del conocimiento es lo que se detecta en el
recién aparecido libro de Thomas Nagel titulado Mind and Cosmos, que si bien constituye una muy fértil reacción
desde el mainstream en dirección
opuesta al tan generalizado materialismo, el autor no se resigna a que el
origen del universo esté situado más allá de lo humano. Y, desde la perspectiva
liberal, no cabe la extrapolación ilegítima del orden espontáneo en las
relaciones sociales sin dirección deliberada a la Causa Primera de esa
naturaleza.
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