El tema impositivo

Lo primero para entender el significado de los
impuestos es comprender que el aparato estatal está al servicio de la
gente y que, por ende, los burócratas son meros empleados de los
habitantes del país de que se trate. Esta subordinación de los agentes
estatales a quienes residen en una nación se concreta en la obligación
de los primeros a proteger y garantizar los derechos de los segundos,
derechos que son anteriores y superiores a la misma existencia de los
gobiernos.
Mientras progresa el debate sobre externalidades,
bienes públicos y el dilema del prisionero, aparece necesario el
impuesto que como su nombre lo indica es consecuencia del uso de la
fuerza al efecto de cumplir con la misión específica anteriormente
señalada. Subrayamos esto último, no se trata de que el Leviatán se
arrogue facultades y avance sobre las libertades individuales. Este es
el mayor de los peligros, por ello en la larga tradición constitucional
se han puesto vallas y límites diversos al poder.
Hoy en día se
han violado normas elementales y el monopolio de la violencia que
denominamos gobierno se ha vuelto en general tan adiposo que atropella a
quienes teóricamente lo contrataron para su protección y, en lugar de
ello, el mandatario ha mutado en mandante. Como se ha dicho en el
contexto de la tradición estadounidense, tal vez haya sido un error
denominar “gobierno” a la entidad encargada de velar por el derecho del
mismo modo que al guardián de la propiedad de una empresa no se lo
denomina “gerente general”. Cada uno debe gobernarse -es decir, mandarse
a si mismo- y, en esta etapa del proceso de evolución cultural (nunca
se llega a una instancia final), las personas delegan esa protección en
el agente fiscal.
De todos modos, es de especial interés
destacar que cuando los aparatos estatales se arrogan facultades y
atribuciones impropias para estrangular libertades (incluso con el apoyo
de mayorías circunstanciales), forma parte de la mejor tradición
liberal ejercer el derecho a la resistencia, en este caso, recurrir a la
rebelión fiscal, cuyo origen se remonta a la independencia
norteamericana que dio pie al experimento más extraordinario en lo que
va de la historia de la humanidad. Más aun, se justifica dicha rebelión
fiscal cuando no solo los gobiernos invaden áreas que no les corresponde
sino cuando no prestan los mínimos servicios para los que fueron
contratados, léase una pésima atención a la seguridad y la justicia,
campos que habitualmente incumplen los políticos en funciones. En esta
línea argumental, en todos lados se observan campañas electorales en las
que nuevos candidatos prometen cambios en cuanto a la eliminación de la
recurrente corrupción y poner manos a la obra respecto a la prestación
de los servicios de seguridad y justicia siempre deteriorados en mayor o
menor grado.
No solo hay dobles y triples imposiciones, sino
que nadie entiende cuanto debe pagar debido a que las legislaciones
tributarias son incomprensibles y fabricadas para que surja esa curiosa
especialización de los “expertos fiscales”. Si los impuestos resultaran
claros y fueran pocos, aquellos especialistas podrían liberarse para
dedicarse a actividades útiles.
Hemos sugerido antes sustituir
todos los impuestos por dos tributos: uno del valor agregado que no solo
cubre la base más amplia posible sino que el sistema implícito de
impuestos a cargo e impuestos a favor reduce la necesidad de controles.
Por otra parte, es conveniente complementar el anterior con un gravamen
territorial al efecto de que paguen quienes no viven en el país en el
que tienen propiedades, las que también requieren la debida protección.
Hoy en día, en lugar de aplicar el principio de territorialidad, es
decir, cobrar impuestos a quienes requieren los servicios de protección
en la jurisdicción del gobierno en cuestión, se aplica el principio de
nacionalidad al efecto de perseguir al contribuyente donde quiera se
encuentre aunque el perseguidor no le proporcione servicio alguno en el
exterior. En verdad, este último principio es el de voracidad fiscal.
Ambos
impuestos, el del valor agregado y el territorial no deben ser
progresivos. Como es sabido, la progresividad significa que la alícuota
progresa a media que progresa el objeto imponible. A diferencia de los
gravámenes proporcionales, el progresivo obstruye la necesaria movilidad
social, altera las posiciones patrimoniales relativas ya que contraría
las indicaciones del consumidor en el mercado con sus compras y
abstenciones de hacerlo y se traduce en manifiesta regresividad puesto
que los contribuyentes de jure al disminuir sus inversiones reducen
salarios e ingresos en términos reales de los más necesitados.
Es
en verdad llamativo que muchos de los gobiernos que asumen, en el mejor
de los casos centran su atención en la caja para lo que suelen
incrementar más aun los impuestos, al tiempo que continúan
comprometiendo patrimonios de futuras generaciones a través de la deuda
pública, sea interna o externa y mantienen o aumentan el deterioro del
signo monetario vía procesos inflacionarios que es otra forma de
tributación. Y todo ello para financiar un gasto siempre creciente.
Antes
de la Primera Guerra Mundial el gasto estatal sobre el producto
oscilaba entre el dos y el ocho por ciento. En la actualidad el Leviatán
consume desde el cuarenta hasta el setenta por ciento de la renta
disponible. En cuanto a la presión tributaria, Agustín Monteverde ha
producido un notable trabajo referido al caso argentino que resulta muy
ilustrativo respecto a lo que venimos comentando. A continuación lo que
transcribo proviene de ideas y procedimientos consignados en el
mencionado ensayo.
Entre otras muchas cosas, dice Monteverde que
para calcular el peso de los impuestos naturalmente deben incluirse
todos, sean nacionales, provinciales y municipales y también los que
llevan otros nombres como “tasas”, “contribuciones”, “retenciones”,
“aportes previsionales”, “seguridad social”, “obras sociales” y demás
subterfugios que suelen enmascarar tributos. También subraya el autor
que, a estos efectos, no debe inflarse el producto agregando cálculos de
lo que se produce en el mercado informal o “en negro” ajeno a buena
parte de los barquinazos del “blanco” y, en este contexto, tampoco debe
incluirse en el producto bruto interno los impuestos (como cálculo de
los “servicios” prestados) ya que no tiene sentido relacionar impuestos
con los mismos impuestos en el numerador y en el denominador de la ratio
correspondiente.
Monteverde concluye que, en el momento de su
estudio, la presión fiscal argentina era nada menos que el 58, 9 %, pero
de viva voz manifestó que estaba actualizando el trabajo y que el nuevo
resultado arrojaba el escalofriante guarismo de 63 % sin incluir el
impuesto inflacionario, todo en el marco de los degradados “servicios”
que son del dominio público que constituyen una afrenta al sentido común
y un despiadado ataque al fruto del trabajo ajeno.
Aunque no lo
tengo a mano, recuerdo un sesudo y muy bien documentado artículo de
hace tiempo de Roberto Cachanosky en el que llegaba a la conclusión que
la presión impositiva argentina era del 60%, y ahora Agustín Etchebarne,
centrando su atención en un trabajador que en suelo argentino percibe
5.000 pesos mensuales, resulta que el gobierno le arranca el 53% de su
propiedad. En todo caso, cualquiera de los ensayos serios en la materia
revelan un abuso superlativo al contribuyente que muy lejos de servirlo
lo exprime cual limonero y no se extermina el árbol solo porque el fisco
se queda sin renta…¡vaya consideración a quienes teóricamente contratan
empleados para que los protejan en sus derechos!
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