Colombia: ¿estalla la paz?

Según los primeros sondeos, la popularidad del
presidente Juan Manuel Santos ha subido tras el anuncio del inicio de
las conversaciones de paz con las narcoguerrillas de las FARC.
Es
natural que así sea. Los colombianos, después de cuarenta y siete años
de horrores, desean el fin del conflicto y confían en el talento y la
notable astucia de Santos para ganar la partida, pero desconfían de las
intenciones de Timochenko. (Claro, cuando Andrés Pastrana, hace unos
años, dio inicio a un proceso parecido, ocurrió lo mismo: tuvo sus cinco
minutos de gloria).
¿Fracasará esta iniciativa como sucedió
durante el periodo de Pastrana? Puede ser, pero hay diferencias y
similitudes. La mayor diferencia es que no habrá una zona de despeje ni
se frenarán las operaciones militares. Las narcoguerrillas, mientras
negocian, continuarán asesinando, secuestrando y traficando con drogas, y
las Fuerzas Armadas no cejarán en combatir a sangre y fuego a su viejo
enemigo.
Teóricamente, al tiempo que Rodrigo Londoño Echeverría,
alias Timochenko, el jefe de las FARC, un tipo duro de 52 años, habla de
paz en Oslo o en La Habana, de acuerdo con las reglas del
enfrentamiento, puede estar intentando matar a Juan Manuel Santos y a su
familia.
Por su parte, el presidente de los colombianos,
simultáneamente, está en libertad de darle el visto bueno a sus hábiles
pilotos para que pulvericen a Timochenko, como hicieron con Raúl Reyes,
Mono Jojoy y Alfonso Cano. ¡Aquí no se rinde nadie, merde!
Si
ésa es la gran diferencia entre los dos intentos, las similitudes se
mantienen intactas: Santos es el presidente de una nación exquisitamente
legalista y tiene que actuar dentro de los márgenes que la ley le
confiere. Por mucho que se esfuerce el parlamento, no puede conceder
impunidad para quienes han cometido crímenes de lesa humanidad, como es
el caso de las FARC o como fue el caso de las bandas paramilitares.
Uno
de esos crímenes –imprescriptible y sujeto a la persecución
internacional de acuerdo con la normativa legal suscrita por Colombia–
es el tráfico internacional de cocaína, sustento económico básico de las
FARC.
Precisamente, se le atribuye a Timochenko haber
reorganizado la producción y distribución de cocaína con destino a
Estados Unidos, lo que explica que el gobierno norteamericano haya
ofrecido cinco millones de dólares por informaciones que conduzcan a la
captura de este criminal.
Difícilmente una administración
estadounidense, republicana o demócrata, aceptaría no perseguir a un
delincuente que le ha hecho mucho daño a su país. Tampoco se entendería
que, llegado el caso, Bogotá no lo entregue a la justicia norteamericana
para ser juzgado.
Otro elemento clave que permanece inalterable
es la cosmovisión de las FARC. Este grupo de narcoguerrilleros es el
brazo armado del Partido Comunista colombiano.
Aunque sus
cabecillas pidan supuestas reformas agrarias o el aumento del salario
mínimo de los campesinos, ésas son sólo cortinas de humo para ocultar
que se trata de un grupo decidido a tomar el poder, convencido de las
bondades del colectivismo, del partido único y de la conveniencia de
controlar a la sociedad con mano férrea, por medio de calabozos y
paredones, como sucede en Cuba y en Corea del Norte, y como ocurría en
la URSS y en sus satélites, hoy afortunadamente liberados.
Dada esta fatal circunstancia, ¿qué busca Timochenko en la negociación? Hay, al menos, cuatro posibilidades:
Primera,
las FARC están tan debilitadas que, ante su eventual derrota
definitiva, buscan alguna suerte de pacto que les permita salvar la
cara.
Segunda, no están derrotados,
pero saben que no pueden ganar y prefieren liquidar ordenadamente el
esfuerzo bélico, como sucedió en Guatemala y en El Salvador, antes que
continuar en la selva a la espera del bombazo definitivo.
Tercera,
ya Timochenko ni siquiera tiene claro el destino del comunismo que
abraza desde su juventud. Se da cuenta de que Raúl Castro en Cuba, sin
arriesgar el poder, intenta liquidar esa forma improductiva y cruel de
organizar la sociedad, mientras la vida del aliado Chávez y su engendro
bolivariano penden de un hilo. Es decir: ni el comunismo, ni el
Socialismo del siglo XXI, su boba variante retórica, tienen destino.
Cuarta, se
trata sólo de una jugada estratégica concebida para dividir a los
demócratas, especialmente a los partidarios de Santos y los de Uribe,
con el objeto de hacer elegir en los próximos comicios a quien los
colombianos llaman un mamerto, un izquierdista radical, acaso de maneras
suaves, que llegue al poder por la vía electoral y le abra el camino a
la narcoguerrilla hacia la casa de gobierno.
¿Llegará a buen
puerto la negociación entre Santos y Timochenko? Es casi imposible ser
optimista. Los españoles repiten un viejo dictum muy
elocuente: “el que vive desconfiado es señal de que lo han jodido”. Es
lo que les sucede a los colombianos. Periodista y escritor. Su último
libro es la novela La mujer del coronel.
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