Las Pussy Riot
He
seguido de cerca, con curiosidad, con algo de simpatía por las jóvenes
protagonistas, con sorpresas judiciales poco agradables, la historia de las Pussy Riot y de lo que se podría llamar su acción
poética en la Catedral del Cristo Redentor de Moscú. Me ha parecido una vuelta
extraña de la historia. La narrativa de la revolución y de la contrarrevolución
rusa siguió aquí caminos torcidos, imprevistos, como casi siempre, y se burló
de nosotros, de nuestros criterios profesorales, de nuestras ingenuidades.
A
primera vista, la acción parecía anarquistoide, posmoderna, punk, pero se podía
pensar en antecedentes remotos, nacionales, reconocibles: desde el delirio de
algunos personajes de Dostoievski, el de Foma Fomitch o el de Stavroguin, hasta
el humor absurdo de algunas escenas teatrales de los años veinte, de algunas
páginas de Mijail Bulgakov. Si ustedes piensan que son exageraciones mías, no
tengo la menor objeción. Nadezhda Tolokonnikova no es, desde luego, Vladimir Maiakovsky;
ni siquiera es Nadezhda Mandelstam o Lily Brik, la amante del poeta. Pero
pienso que alguna de esa gente, que alcanzó a mirar la revolución en toda su
espontaneidad, con ojos frescos, sin imaginarse siquiera hacia dónde iba a
derivar muy pronto, habría conocido el happening
de las Pussy Riot con una sonrisa, sin desgarrarse
las vestiduras. Probablemente les habría gustado su insolencia juvenil, y no se
habrían escandalizado por su irreverencia.
La
acción de las chicas moscovitas, con sus máscaras, con su cancioncilla
provocadora, con su ritmo sincopado, me sugiere, en su contexto, en su
desmesurado escenario, todo un conjunto de reflexiones paradójicas.
La
antigua Catedral de Cristo Redentor, que se encontraba en el mismo sitio, fue
demolida por órdenes de Stalin en 1931, en años de furia ideológica, de ateísmo
militante, de concentración del poder total en una sola mano. Fue reconstruida
hace muy poco, en la década de los noventa, cuando se suponía que el stalinismo
había sido derrotado para siempre.
Pues
bien, la experiencia de muchos años me indica que ningún cambio político es
completo, que los países conservan siempre algunos rasgos esenciales. Es fácil
decapitar a un rey, pero es mucho más difícil eliminar sentimientos y hasta
estilos monárquicos. Y en Rusia, en la vieja Rusia, siempre hubo de cuando en
cuando un Stalin, un Pedro el Grande, un Iván el Terrible. La teoría se quedaba
en alguna parte y la acción, la práctica, iba por otro lado. Cuando comenzó la
invasión hitleriana de Rusia, en la Segunda Guerra Mundial, Stalin, para
organizar la defensa, con astucia, con visión fría, emprendió una
reconciliación con las fuerzas profundas del país, y entre ellas, con la
Iglesia Ortodoxa.
En
la comedia de las Pussy Riot había, quizá, un
factor de tragicomedia. ¿Dónde se encontraba el stalinismo clásico, qué había
pasado con la revolución y su idolatría, dónde se había refugiado la
espiritualidad proverbial del pueblo ruso, o brillaba por su ausencia?
Habría
que escribir una crónica de las preguntas y dejar las respuestas en suspenso.
Lo esencial del acto poético, su diferencia con la poesía, reside precisamente
en que el lenguaje no se reduce a las palabras, sencillas, monótonas,
simplistas de puro simples. En el acto de la Catedral de Cristo Redentor, el
lenguaje verdadero residía en los gestos, en las circunstancias, en el lugar,
en algo que se podría definir como una contra-liturgia. ¿Por qué intervenir en
un enorme templo que había sido demolido por Stalin en una primera etapa, con
todo el extremismo del caso, y reconstruido sesenta y tantos años más tarde por
sus lejanos herederos, frente a las barbas del Patriarca Cirilo?
Llego
a otra conclusión: es probable que las chicas moscovitas no entendieran el
fondo de su propio gesto. Actuaron por intuición, sin deliberar demasiado, y
nos convirtieron a nosotros, contempladores, lectores, auditores remotos, en
creadores de la obra inconclusa: seguiremos rumiando el asunto, con
perplejidad, con respuestas insuficientes.
Termino
con una anécdota que escuché de primera mano y que acabo de recordar a
propósito de la amante del legendario Maiakovsky. Matilde Urrutia, la viuda de
Pablo Neruda, viajó a Moscú a comienzos de los años ochenta y visitó a Lily
Brik. Le habló largamente de la situación chilena de esos días, de los
deportados, de las desapariciones, de la censura, de la interdicción de los
partidos. Lily, ya muy entrada en años, la escuchó impertérrita. Al final dijo
las siguientes palabras textuales: “Aquí es igual, Matilde”.
¡Tremendas
palabras! Ahora he pensado que Lily podría ser una bisabuela intrépida de las
niñas de la Catedral. En Chile tenemos un pasado y una conciencia que nos ayudó
a dejar atrás esas cosas. Cada país tiene que inventar sus salidas. Las Pussy Riot, con su simplicidad, con su fragilidad,
con sus pasos de baile, intuyeron algo, sin que las indignaciones oficiales
sirvan de mucho.
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