Aurora: ¿Por qué?

Si alguien me hubiese dicho el viernes pasado “un tipo de 24 años, estudiante de doctorado, ha entrado a un cine donde estrenaban la última entrega de la trilogía de Batman, ha detonado una bomba lacrimógena, y ha matado a 12 y herido a 59 personas”, y me hubiese pedido que adivine en qué país sucedió la masacre, yo casi no lo hubiese dudado: Estados Unidos. Estoy seguro de que usted tampoco. ¿Por qué?
Masacres sin sentido ocurren en muchos lugares -todavía nos espanta, por ejemplo, la noticia no tan lejana de que Anders Breivik mató a 77 personas en Noruega-, pero nos hemos acostumbrado a que sucedan con especial frecuencia en Estados Unidos. Una larga lista de masacres -la del edificio federal en Oklahoma en 1995, la de Columbine High en 1999, la de Virginia Tech en 2007, la de Tucson en 2011 y ahora la de Aurora, un suburbio de Denver- jalona la historia reciente del país más poderoso de la tierra. Todas suscitaron en su momento, como ahora la de Aurora, un intenso debate, a ratos político y a ratos sociológico, que deja un sabor amargo en la boca por lo insuficiente. Uno queda siempre insatisfecho, y el misterio que rodea la conducta de los que perpetraron los actos de violencia no se disipa por más estadísticas, argumentos y estudios que se arrojen unos y otros a la cara.
Los mismos argumentos de siempre están a la orden del día en relación con el crimen múltiple de Aurora: la ausencia de controles efectivos para la tenencia de armas; la ausencia de leyes más severas; la falta de instrumentos para actuar sobre las señales de desorden mental del culpable; la violencia como protagonista de la cultura popular, expresada en la televisión y los videojuegos; la predisposición biológica; la presión de la lucha competitiva en el sistema capitalista; la degradación de la tradición judeocristiana; la erosión de la familia, y un largo etcétera.
Nada más ocurrida la masacre, los mayores detractores de la libre tenencia de armas salieron a denunciar la falta de controles. Del alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, al cineasta Michael Moore, el autor del célebre documental Bowling for Columbine, las voces críticas se alzaron con potencia. “Si tuviésemos menos armas, tendríamos menos muertes”, aseveró el alcalde. Los dos candidatos presidenciales, el Presidente Obama y Mitt Romney, evitaron el territorio minado de ese debate, pero ese solo hecho demuestra que ninguno de los dos está dispuesto a proponer revertir la decisión que en 2004 volvió a autorizar la venta libre de armas automáticas en Estados Unidos.
La razón es obvia: 88 de cada 100 ciudadanos poseen armas, la Segunda Enmienda de la Constitución (1791) tiene un valor emblemático para una mayoría de personas y en ciertas regiones del país, especialmente el sur y el oeste (excepto en la costa misma), y una propuesta que limitara la venta de armas sería un suicidio electoral. Incluso Obama, cuyo instinto es controlista en esta materia, se maneja con mucho cuidado para no provocar a los demócratas sureños. Las armas y la república libre son el anverso y reverso de una moneda.
Es difícil negar que la libre tenencia de armas facilita mucho las cosas a los sicópatas y sociópatas que perpetran estas matanzas. El hecho de que James Holmes acumulara unas seis mil balas pone en ridículo esa legislación permisiva. Pero incluso teniendo simpatía por este argumento, uno se queda insatisfecho con la explicación, porque cuesta mucho trabajo creer que las masacres dejarían de ocurrir si se restringiera el comercio de armas entre los ciudadanos. El gobernador de Colorado, John Hickenlooper, dijo eso mismo con otras palabras: “Cualquiera tan decidido como Holmes hubiese eludido las leyes”.
En estados como Idaho, Utah, Wyoming y New Hampshire, donde abundan las armas, hay muchas menos muertes que en Nueva York, California e Illinois, estados con fuertes restricciones. En México hay más muertes que en Estados Unidos y, sin embargo, está en el puesto 28 de la lista de países donde se perpetran más matanzas con armas de fuego. En Israel casi no hay ciudadano que no posea armas; pese a ello, este tipo de matanzas rara vez se producen. Tampoco abundan en Suiza, donde los ciudadanos tienen acceso a armas por la naturaleza sui géneris del sistema de defensa.
Ocurre algo parecido con el otro gran argumento: el que culpa a una cultura popular violenta. También aquí es difícil negar elementos de verdad en la explicación acostumbrada, pero no parece bastar como explicación. Muchos estudios académicos importantes han establecido la correlación entre la cantidad de horas de televisión y de videojuegos que consumen los muchachos y la agresión juvenil que se da en la sociedad. Por ejemplo, un estudio dirigido por N.L. Carnagey para el Departamento de Sicología de la Universidad estatal de Iowa estableció que es mucho mayor la correlación entre la televisión violenta y las agresiones juveniles que entre el asbesto y el cáncer de laringe o entre el VIH y el desarrollo pleno del sida. Otros estudios mucho más antiguos ya habían llegado a conclusiones similares. Allí están los experimentos del sicólogo Albert Bandura, en los años 60, que medían el impacto en los niños de unos videos en los que otros niños golpeaban muñecos bobos.
El argumento central es que la violencia que consumen los jóvenes mata en muchos de ellos la sensibilidad, depurándola de sus elementos negativos y nimbándola con una aureola de “glamour”. Pero, como ocurre con el argumento de la tenencia de armas, es fácil señalar ejemplos donde no se cumple la norma. Hay sociedades en las que los jóvenes consumen incluso más horas de televisión y videojuegos cargados de violencia y donde, sin embargo, no se producen matanzas frecuentes como las ocurridas en Estados Unidos. El caso más evidente es Japón, donde hay poco menos que sicosis a propósito de ese fenómeno.
Un tercer argumento que ha sacado la cabeza en este caso y que no lo hizo necesariamente con la misma fuerza en algunas otras matanzas recientes tiene que ver con la falta de instrumentos para encerrar a personas con desórdenes siquiátricos en manicomios. El argumento, en cierta forma, calza con otro de naturaleza parcialmente cultural que culpa a la “contracultura”, es decir, la liberalización de las costumbres y la erosión de la autoridad a todo nivel, de la degradación de la vida moderna. Según este argumento, el problema se origina en los años 60, cuando, en sintonía con el movimiento de los derechos civiles, creció la protección a personas con enfermedades mentales, que hasta entonces habían sido encerradas con demasiada facilidad en instituciones siquiátricas. El cambio de la ley que regulaba la práctica de encerrar a personas desequilibradas en manicomios por orden del Estado habría provocado, según la visión conservadora, la desprotección de la sociedad ante la amenaza de los sicópatas y sociópatas.
Seguramente, muchos crímenes podrían prevenirse en un sistema más riguroso. En 1955 había un paciente por cada 300 habitantes, mientras que hoy hay uno por cada siete mil. Pero, además de que el sistema anterior se prestaba a innumerables abusos, subsiste, si aplicamos el argumento caso por caso, la sospecha de que la conducta previa de los culpables de varias de estas matanzas no habría justificado un encierro. James Holmes era “solitario”, pero nada en su pasado apuntaba a un desorden mental visible que pudiera haber constituido para sus parientes, amigos, conocidos o jefes una señal inequívoca de peligro. A lo sumo había exabruptos que sólo la perspectiva posterior al crimen múltiple llena de significado. En cualquier caso, para encerrar hoy a alguien hay que probar en una corte que esa persona constituye un riesgo para sí misma o para sus semejantes. James Holmes no entraba en esa categoría. Sólo hubiera sido posible encerrarlo bajo un sistema perfectamente totalitario, que creyera interpretar en toda forma de hábito solitario una desviación sociopática.
Uno llegaría, por esta vía argumental, a la conclusión de que habría que encerrar también a la madre, por no haber encerrado al hijo. Y nada demuestra mejor hasta qué punto unas leyes como las antiguas se prestarían al abuso que lo sucedido cuando la cadena ABC contactó a Arlene Holmes, la madre del asesino, poco después de la matanza. Ese mismo día, ABC dio cuenta en sus informativos de que la madre, a la que habían despertado los periodistas de la cadena y que desconocía la noticia, había dicho: “Tienen a la persona indicada”. A continuación, ABC había interpretado la frase como señal de que ella había presentido, por la conducta de su hijo en el pasado, que James algún día perpetraría una masacre. Como la madre misma se encargó de explicar a través de su abogado poco después, la frase que había dicho sólo indicaba que ella era la persona a la que los periodistas buscaban.
Otros argumentos tienen menos fuerza que los anteriores, pero no dejan de jugar su papel en el debate. Mencioné antes la presión competitiva del sistema capitalista. Habría que combinar ese argumento con otro que ha empezado a hacerse presente en años recientes: la enajenación de las nuevas generaciones producida por el fenómeno del suburbio estadounidense. Las matanzas de este tipo no se producen en áreas metropolitanas o inner cities. Allí suceden otros hechos de violencia, relacionados con las bandas delictivas y la droga, pero los sicópatas asesinos operan casi siempre en esas zonas urbanas aparecidas en décadas recientes, en los extramuros de las grandes áreas metropolitanas o en lo que hasta hace poco eran áreas rurales. Esos estudios, en realidad, siguen una vieja tradición sociológica, particularmente la que inauguró en 1903, en un trabajo seminal, Georg Simmel. Su tesis sobre la enajenación y el anonimato como efecto del proceso de urbanización ha revivido en tiempos más recientes a propósito de la atomización social vivida bajo el efecto del desplazamiento de la clase media hacia los suburbios.
Tampoco aquí se atrevería uno fácilmente a negar verosimilitud a la explicación. El suburbio americano ha llevado a muchos jóvenes a crecer en comunidades relativamente dispersas, en las que el aislamiento es mayor que en la ciudad tradicional. Para una sociedad que cultiva los valores de la competencia y el éxito como pocas en la historia, este fenómeno tendería, según ciertos sociólogos, a ahondar el sentimiento de enajenación en jóvenes “solitarios” con dificultad para la vida social. El sentimiento de exclusión parece haber sido un rasgo en varios de los autores de matanzas anteriores y podría haberlo sido, aunque esto está aún bajo análisis, en el autor del crimen múltiple de Aurora.
Lo cierto es que nunca sabremos con exactitud por qué Holmes, vestido con uniforme paramilitar y armado hasta los dientes, mató a 12 personas e hirió a 59 el viernes de la semana anterior, en un suburbio de Denver. Todas las explicaciones de esa y otras tragedias parecen contener elementos de verdad que, combinados, permiten una aproximación parcial a la mente oscurísima del autor. Pero, seguramente como a usted, ninguna me deja del todo satisfecho, y en todas es manifiesta una cierta manipulación ideológica o un sesgo político. Lo cual no quita que los argumentos puedan ser ciertos, pero sí ahonda su cualidad parcial, insuficiente.
Hay conductas que no tienen explicación cabal. Nos cuesta aceptar que el mal carezca de explicación satisfactoria y definitiva, pero masacres como la de Aurora parecen decirnos eso mismo.
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