Auditar a las democracias
PROVIDENCE, Rhode Island.- Después de años en que los Alfonsín, los Sarney y otros presidentes democráticos se conjuraron a cerrar las puertas de la constelación americana a gobiernos de fuerza, ese espíritu devino en 1997 en norma jurídica. Fue por una cláusula introducida en la Carta de la Organización de los Estados Americanos (OEA).
Quince años más tarde, en las aulas de la Universidad de Brown, en Providence, alguien autorizado consideró del caso proponer algo más avanzado todavía.
Como quien ajusta con rigor el cinturón aún habituado al desaliño indebido, el ex presidente chileno Ricardo Lagos propuso que haya en adelante una auditoría autónoma de los gobiernos a fin de que se vele, no ya por el origen democrático de los gobiernos -lo que se debería entender como obvio a estas alturas-, sino por el contenido de verdad republicano de las democracias en ejercicio. Sería completar un círculo de virtuosismo y un modo de colocar en problemas a gentes desaprensivas y en muchos casos simuladoras.
¿Cómo saldrían de auditorías de aquella índole los gobiernos que vulneran la independencia del Poder Judicial o agreden las libertades de expresión y de prensa, dos de las conquistas sustantivas del liberalismo político?
Providence es una ciudad del este americano, que se extiende mansamente entre Boston y Nueva York, y a no demasiados minutos de Newport, el famoso centro veraniego que desde fines del siglo XIX deslumbró con las mansiones victorianas de los Vanderbilt, los Astor, los Hunter y los Rockefeller -The Breakers, The Elms, Marble House y tantas más-, pero que desde la Segunda Guerra y sin leyes de mayorazgo se halló sin fortunas personales que pudieran ya solventarlas. Ahora esas mansiones pertenecen al patrimonio histórico nacional y quedan como testimonio de una época en que el carbón, el acero, el petróleo y los ferrocarriles forjaban los imperios familiares que hoy se levantan, en un abrir y cerrar de ojos, desde los garajes y dormitorios universitarios donde encienden la chispa de la creatividad y la innovación los precoces genios de la electrónica y de la red global.
En el tránsito entre la industria pesada y la era de los servicios, el eje de la atención mundial se ha desplazado de forma considerable en relación con la naturaleza de los procesos productivos, pero lo ha hecho sobre las mismas bases que el humanismo ha ido consolidando con exigencias crecientes desde los días de la Ilustración, en el siglo XVIII. Eso supone un entrenamiento cada vez más afinado para captar las desviaciones políticas, y sancionarlas, cuando se transgreden cánones universales del comportamiento político. Hablamos de las transgresiones más hipócritas, que son las que se escudan en nombre del voto popular, porque de las más groseras y desaprensivas quedan unas pocas excepciones, más y más aisladas. Como las de ciertas autocracias del mundo islámico; o las rémoras del desmoronamiento comunista de 1989/90, como Corea del Norte, o la Cuba de Castro, aunque para poner las cosas en su lugar deba decirse que en Providence, y con conocimiento de causa, se ha hablado de que Fidel Castro ha sido más un elemento de contención que de exacerbación del desaforado populismo de Hugo Chávez.
Hay serias dudas entre norteamericanos, brasileños y venezolanos de que la medicina cubana haya acertado en cuanto al mejor tratamiento posible para la aquejada salud de Chávez, que seguramente Castro conoce hasta en detalles morbosos mejor que otros, incluido el atribulado paciente. No hay reservas, sin embargo, respecto de que el anciano líder comunista está de verdad pendiente de la vida de quien ha sido el último sostén confiable de la anacrónica economía cubana. Su desaparición abriría interrogantes sobre los que él y su hermano Raúl se están anticipando con esfuerzos para atajar el paso de alguno de los más desorbitados, entre los candidatos a suceder en una eventualidad al presidente venezolano. Son las contradicciones que sólo se entienden en las aguas profundas de la política de cualquier parte y de cualquier tiempo.
En Providence, ciudad bucólica, en la que en apariencia nada sucede, las noticias de tumultuosa extravagancia política sobre la Argentina caen como de otro mundo, más que de otro país. En la prudente Providence, sienta reales una de las más prestigiosas universidades de los Estados Unidos: Brown, de gran influencia en cuestiones iberoamericanas.
Fue aquí, en uno de los capítulos de los varios días de la Sexta Conferencia Internacional Sobre Estudios Transatlánticos, organizada por el catedrático peruano Julio Ortega, que Ricardo Lagos, profesor visitante de esta universidad, ha expresado la necesidad de bajar a tierra los compromisos asumidos el 11 de septiembre de 2001 por los Estados Unidos y otros 33 países de América cuando firmaron la Carta Democrática de Lima.
Ese día, el representante de los Estados Unidos, el general Colin Powell, entonces secretario de Estado, debió recomponer sobre la marcha su discurso. Momentos antes se había desatado el mayor acto de terrorismo en la historia en territorio norteamericano. Powell renovó en tales circunstancias el compromiso de su país con los principios de la democracia.
Casi once años después, un ex presidente socialdemócrata de Chile ha venido a decir que ha llegado la hora de suscribir un nuevo acuerdo continental. Debería entrar en vigor después de contar con un cierto número de adhesiones y por él se auditaría, con independencia de los gobiernos, si en los ámbitos nacionales se cumplen o no las normas que legitiman el desenvolvimiento democrático de los países signatarios.
¿Quiénes y cuántos se abstendrían de levantar la mano en señal de aprobación de una norma fundamental para evitar que las democracias terminen por ser cáscaras vacías o meras fachadas para el enjuague de graves abusos?
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