Venezuela: La muerte de circo y pan
El escritor Camilo José Cela, premio Nobel español, decía que no le temía a la muerte, porque era la cosa más ordinaria del mundo, a todos nos pasa. Este pensamiento, que invita a la serenidad y a saber vivir cotidianamente con la muerte, en nada contradice aquello que Camus dijo: el verdadero problema de la filosofía es el suicidio; determinar si la vida vale la pena vivirla o no.
La consciencia de la muerte para muchos marca el tránsito de la vida infantil, alegre y despreocupada, a la adultez. El aceptarnos como seres finitos ha determinado la conducta y el pensamiento del hombre; la religión ha sido y será, pasados ya los años del excesivo racionalismo y la entronización de la verdad científica como único conocimiento válido, un espacio nutricio para aceptar, explicar y justificar la muerte con la promesa de un más allá.
Hace poco, unos 200 años atrás, difícilmente el hombre medio sobrepasaba los cincuenta años de edad; su vida estaba constantemente amenazada por enfermedades de todo tipo. Una gripe, una afección dental o una sencilla infección podían acabar con nuestras vidas: la muerte la sentíamos, entonces, más cercana; era compañera habitual en nuestras vidas; la sentíamos resollar tenebrosamente a nuestra vera. Los avances de la medicina y la mejora en las condiciones de higiene y salubridad han incrementado considerablemente la vida del hombre medio, tanto que para muchos la experiencia de la muerte, la sensación de su cercanía, se hace tardíamente, como si fuese un acontecimiento ajeno y extraño a la vida, cuando en verdad es parte sustancial de la misma.
Nuestra muerte la vemos como algo injusto. El ser siempre quiere persistir en él mismo, decía Spinoza. Tal vez por ello, muy en el fondo, en el inconsciente, nunca podamos aceptar sin traumas la muerte. Si Dios no existe, decía Unamuno, hagamos que eso sea una injusticia. Injusticia de haber sido y ya no ser; injusticia de que todo ese micro universo que somos se pierda con el fin de la vida sin un más allá.
Esa sensación lúgubre y trágica de la muerte ha inspirado a mucho escritor y artista. Ahora se me ocurre mencionar a Horacio Quiroga, para quien la muerte fue obsesivo tema en sus obras más logradas y en su vida misma (Quiroga, como Hemingway, terminó suicidándose, luego de derrochar tanta vida en sus escritos); y al poeta español Antonio Machado, que ante la muerte de su joven esposa Leonor dijera con amargura intimista y desapego viril por el vivir: "yo hubiera querido morir mil veces a verla morir".
Pero no solamente hay sensación trágica de la muerte, que debería servir para ennoblecer el espíritu; tenemos también la muerte como liberación y alivio de la pesada y fatigosa carga del vivir. Aquí, tal vez sea Borges el escritor que con mayor profundidad y acierto nos hable de la muerte como liberación, en cuentos como La Casa de Asterión, donde quien da muerte es llamado "redentor", o el inolvidable La Escritura del Dios.
También tenemos a Cioran, para el cual la verdadera tragedia no era la muerte sino nacer. Preñado de posibilidades el ser humano, el nacer era una concreción acotada y restringida de las muchas cosas que prometíamos en estado latente, sin nacer. El nacimiento, así, es una limitación de las infinitas posibilidades del ser.
Y cómo olvidarnos del gran Sócrates en el hermoso como profundo Diálogo platónico de Fedón, en el cual un Sócrates dueño de sí mismo, de su vida y de su muerte, diserta, pregunta y responde con serenidad, templanza y elevado espíritu a sus discípulos, minutos antes de morir. Esos momentos finales de Sócrates fueron estimulo y acicate para que Platón, rindiendo homenaje a su maestro, nos hablara de la inmortalidad del alma.
Y ahora llegamos a la experiencia de nuestro Comandante Presidente, convertida en cosa pública, desembarazada de intimismo, cotidianidad, sentimiento trágico ennoblecedor, liberación, serenidad y equilibrio para afrontarla con coraje y dignidad; quejándose llorosamente de que a él, hablo de nuestro Comandante Presidente, le queda mucho por hacer (o deshacer), excitando a que todo un país vocee vacías consignas de larga vida y salud, con sabor a manipulación política y chantaje moral, hecho él puro temblor y miedo, espectáculo mediático de circo y pan.
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