Guatemala: “Por ahora” me mantengo opuesto…
El Periódico, Guatemala
Digo “por ahora”, pues no me considero infalible, como sí parecen traslucirlo a veces algunos de esos entusiastas, talvez demasiado seguros de sí mismos, que abogan por la despenalización. Todavía estimo posible, por lo tanto, que, con “otros” argumentos bien “diferentes” a los usualmente esgrimidos, pueda yo cambiar de opinión al respecto…
Aclaro, además, que mis razonamientos son de índole eminentemente “ética”, no utilitaria.
Encima, también creo hallarme en la posesión de respuestas válidas para los reiterados argumentos sobre los que se apoyan amigos míos, tan bien intencionados como talentosos, y de quienes me consta, además, que se guían por una lógica y una ética asentadas en “una visión liberal de valores” (que no, por cierto, “libertaria”, la cual a mi juicio descansa sobre algunos supuestos extremos que no comparto).
El argumento más socorrido “en pro de la despenalización del abuso de drogas” es hoy el inverso de aquel del que se valieron durante las dos primeras décadas del siglo XX los norteamericanos que abogaron por la enmienda XVIII a la Constitución de los EE.UU. (1919), que prohibió totalmente la manufactura, venta y transporte de licores intoxicantes, así como la importación o exportación de los mismos.
A ello apelaban numerosos pastores protestantes, sobre todo bautistas de la “Bible belt”, en el sur de los EE.UU., al igual que la mayoría de las asociaciones femeninas que entonces presionaban simultáneamente en pro del sufragio universal. Pero tan “noble experimento”, como se le calificó, resultó a la larga contraproducente.
El consumo excesivo de alcohol se mantuvo casi a los mismos altos niveles anteriores a la prohibición, y lo ilegal decretado de su comercialización propició en un medio como el de los EE.UU. un inédito y extendido irrespeto por la ley.
Florecieron, en su cauda, los fabricantes “clandestinos” –moon shiners– de bebidas alcohólicas de pésima calidad, y brotaron y se multiplicaron –con frecuencia impunes–, las célebres familias “mafiosas” de Chicago y Nueva York, debeladas por completo hasta la muy tardía década de los ochenta.
Tales “familias” se reclutaron, mayoritariamente, de entre minorías religiosas y étnicas –católicos italianos e irlandeses, judíos de la Europa del Este, y hasta anglosajones de filiación anglicana–, habituados por inveterada costumbre folklórica a consumir alcohol (sobre todo vino, cerveza y whisky), sin que ello les entrañara en sus comunidades de origen estigma social alguno, mucho menos de carácter pecaminoso.
Todos sabemos que la malhadada “enmienda” terminó por ser anulada en 1933, con el respaldo del voto mayoritario de esa misma población norteamericana que catorce años antes le había dado su “placet”.
Este es el principal precedente histórico al que todos los partidarios contemporáneos de la despenalización de las drogas hacen referencia. Hoy, también en la “hipótesis” de tratarse de un fenómeno social muy similar al de la prohibición del consumo y comercio del alcohol, la legislación que penaliza la ingestión de drogas habrá de resultar, concluyen, igualmente “ineficaz”, “represiva” y “fútil”.
"El combate a la drogadicción es una guerra ya perdida”, declaran, con olvido total de iguales expresiones de victoria o de derrotas “erróneas” y “prematuras”, proclamadas innumerables veces a lo largo de conflictos en la historia por cualquiera de los bandos en contienda.
Tales manifestaciones anticipadas de fracaso casi siempre no van más allá de una mera especulación “circunstancial”, muy debatible siempre en principio, pues los derrotistas que “de antemano” se rehúsan a perseverar en la lucha en nuestro caso contra el flagelo de la drogadicción, se arrogan en nuestro nombre el derecho, “que a todos y no sólo a ellos compete”, de desistir o perseverar, “ley en mano”, en nuestra autodefensa contra el asalto de los narcotraficantes y acudir compasivamente, en auxilio de sus víctimas. Las “consecuencias de la drogadicción no la viven solamente los drogadictos”, sino sus seres más allegados y queridos. Y habrían de incluirse los recién nacidos, “químicamente condicionados” durante su gestación por la drogadicción de sus madres.
Ni olvidar tampoco a los adolescentes que son crecientemente el objetivo prioritario inicial de los narcotraficantes. No porque de momento constituyan un mercado muy lucrativo para ellos sino porque, al largo plazo, una vez alcanzada respectivamente su mayoría de edad, sí lo constituirán.
(Continuará)
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