Argentina: La sintonía fina ahora depende de la Corte
El Poder Ejecutivo está cerrando el año a toda orquesta. Ha logrado que una mayoría incondicional en el Congreso, sin cambiar una coma, sin admitir una corrección, ni siquiera un debate testimonial, vote un paquete de leyes que consolida su hegemonía y le da vía libre para hacer, deshacer, permitir, prohibir, perseguir, controlar, castigar, premiar, etc., lo que quiera.
Pero, paradójicamente, la mayoría de esas leyes, redactadas más con el espíritu de venganza e intimidación que con la genuina preocupación por el bien común, tienen tal grado de discrecionalidad e indefinición en sus articulados que lo que, en principio, parece ser la creación de un poder absoluto, terminará siendo la transferencia de dicho poder a la Corte Suprema, que deberá definir, en cada caso particular, la constitucionalidad o no de cada medida de aquí en más.
Otra vez, “la judicialización de la política” será consecuencia de las propias leyes y de los actos que de ellas se deriven.
Lamentablemente, dados los tiempos y procedimientos de la Justicia en la Argentina y del control que tiene el Ejecutivo sobre la mayoría de los jueces que importan, o la permeabilidad de muchos de ellos a presiones o “favores”, la garantía que ofrece una Corte Suprema prestigiosa y defensora, en general, de los derechos y garantías constitucionales deviene difusa y lejana.
Vivir en un clima donde tenga que pensar si lo que voy a decir, escribir, o hacer, puede ser catalogado de “terrorismo” según la interpretación de un funcionario y/o de un juez controlado por ese funcionario, le confieso, no me gusta nada. Vivir en un ambiente donde la ley es “selectiva” u “optativa” y su aplicación depende del grado de “amistad”, “cercanía”, “silencio” o “sumisión” al poder, menos.
Hasta aquí “habló” el ciudadano. Habla ahora el economista profesional.
El contexto institucional que se acaba de delinear en la Argentina es un contexto que no favorece el crecimiento económico y mucho menos el bienestar y la calidad de vida del hombre común. Lo antedicho no surge de una postura ideológica y política, que la hay, por supuesto, sino de la mera observación de la realidad. Repasando el ranking del Índice de Desarrollo Humano, que elabora las Naciones Unidas, ninguno de los países que está entre los primeros veinte lugares presenta un contexto institucional como el que nos acaban de brindar los legisladores oficialistas como regalo de Navidad.
Es cierto que la Argentina está al final del primer cuarto de este ranking, es el número 45, segundo de Latinoamérica, detrás de Chile, pero no es menos cierto que este puesto lo tiene hasta ahora, antes de la “profundización del modelo”.
La Argentina es un país que vive de su muy eficiente producción agroindustrial, hoy gracias a las políticas públicas prácticamente concentrada en la soja y sus derivados. Mientras tiene un sector manufacturero y de servicios que, con honrosas excepciones, requiere, sin dudas, de un impulso importante de innovación, incorporación de tecnología, mejoras de productividad, infraestructura, etc., para agregarle valor a la agroindustria y hacerla crecer más allá de las commodities, para explotar recursos energéticos, y para ofrecer productos y servicios, especializados y de alto valor, que permitan mejorar, genuinamente, la calidad de vida de sus habitantes. Ello precisa mejoras enormes en el plano educativo y requerimientos crecientes de capital e inversión externa.
¿Alguien cree que con amenazas, controles, cuotas, créditos para los amigos, ministerios y secretarías especializadas, mayor empleo público, órdenes telefónicas, se puede lograr lo arriba expuesto?
Todo el andamiaje que se ha armado permitirá, en el mejor de los casos y si el mundo ayuda, “seguir tirando”, en un escenario macro de desaceleración mediocre, pero sin el salto de calidad que podríamos tener, dado lo realizado hasta aquí.
Insisto, hay y habrá honrosas y admirables excepciones, pero no alcanzan para formar la masa crítica que se necesita.
La Presidenta criticó estos días al “socialismo con plata ajena”. Pero, curiosamente, no fue una autocrítica.
¡Feliz Navidad!
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