La libertad
La Prensa, Panamá
Las democracias euroocidentales, como lo son las de América Latina, son paradójicas. Suelen utilizar en su discurso la palabra libertad con alegría, cuando en nuestros sistemas la libertad, excepto la de comprar, están determinadas por ley. Es decir, alguien –o varios “alguien”– deciden a qué libertades tenemos derecho y a cuáles no. No somos libres de determinar nuestra libertad.
Imaginemos que eso estuviera bien (que no lo está). A partir de ahí el problema es el de establecer un sistema garantista que proteja las libertades decretadas o permitidas. No todas las sociedades ven el tema de la libertad con el mismo filtro, y ese filtro se va conformando en las escuelas, las iglesias y los medios de comunicación.
La mayoría nos confundimos a la hora de distinguir libertades y derechos. Por ejemplo, yo debería tener la libertad de elegir mi opción sexual y el Estado debería garantizarme el derecho de poder ejercerla en un marco de tranquilidad y protección. Igual ocurre con la libertad religiosa o con tantas otras. Los moralistas suelen incluir en la ecuación “los deberes”, pero es un tema ridículo si tenemos en cuenta que las reglamentaciones estatales (los códigos legales) establecen miles de deberes y poquísimos derechos, así que mejor saquemos de la ecuación esa forma del ejercicio del poder.
Dos libertades que suelen confundirse son la de expresión y la de prensa. Que son diferentes. La primera se refiere a las personas, la segunda a las organizaciones. Todos deberíamos tener libertad de expresión (algo que no ocurre en ningún lugar del planeta) y el Estado debería garantizar que existan canales para que lo hagamos. No solo ejerce la libertad de expresión el periodista (aunque se haya intentado monopolizar esta libertad), sino que el vecino de un barrio al hablar en una reunión, el trabajador con voz en una asamblea, el indígena que participa en una consulta previa (de esas que ahora son pantomima), el cliente quejoso que quiere expresar su disconformidad con un servicio, el ciudadano que quiere asistir a una comisión de la Asamblea Nacional y que tiene algo que decir… la libertad de expresión es individual y es el Estado el que abre marcos de participación para facilitarla y el que obliga a los medios de comunicación a abrir espacios para ello. Esa es (o debería ser) la lógica, por cierto, de los medios de comunicación públicos: abrir espacios plurales de expresión que, normalmente, los medios de comunicación privados no facilitan (porque no son rentables o por miedo a la expresión plural y libre).
Por tanto, no son los medios de comunicación los que defendemos la libertad de expresión, aunque sea cierto que para que los medios existan y tengan salud democrática las personas que en ellos se expresan (sean periodistas o no) deben ver garantizado su derecho a ejercer la libertad de expresión.
Cuando los medios de comunicación rabian suele ser porque la libertad de prensa está en peligro. Y eso es otra cosa. El ensalzamiento de la libertad de prensa –y los derechos conexos que acarrea– es parte del modelo ideológico de la democracia liberal euroocidental (especialmente, anglosajona). Los gremios de los grandes medios (como la Sociedad Interamericana de Prensa) en realidad no defienden ni la libertad de expresión ni la libertad de prensa, sino que están pensados para defender la “libertad de empresa” (una falsa libertad clave en el sistema mercantilista). Los mismos medios que se quejan de la censura a este o a aquel periodista de su plantilla lo pueden botar a los pocos meses, porque lo que escribe no le gusta al director del periódico, por ejemplo. Es un tema laboral e ideológico, no tiene que ver con las libertades.
La guerra, por ejemplo, entre el gobierno de Ecuador o el de Venezuela con algunos medios de comunicación comerciales no es la del poder tenebroso contra los ciudadanos: se trata de una guerra horizontal entre poderes, entre élites, es parte del delicado e imposible equilibrio entre las élites.
Sin embargo, la libertad de expresión está huérfana. Nadie la defiende, parece que pocos la comprenden. Nuestros tiempos, por suerte, han generado atajos para que algunos ciudadanos, los que tienen acceso al conocimiento formal y a las tecnologías, puedan “puentear” a los medios de comunicación convencionales como único canal para ejercer la libertad de expresión. Los periodistas –es decir, los que como profesionales tenemos el deber de informar– nos enfrentamos a una encrucijada compleja. Solo nos defiende nuestro medio en función de la relación laboral y del prestigio de la marca; el ciudadano, con cierta razón, nos ve como unos usurpadores de un derecho, el de expresión, que es de todos; el poder o nos compra o nos ignora o nos persigue, y nosotros, que tenemos que comer, casi siempre encontramos una excusa para no cumplir con nuestro deber. Qué complicado…
- 23 de julio, 2015
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