Indignación a la española
El Heraldo, Tegucigalpa
El fenómeno político y social de los llamados “indignados” ha sido una de las mayores novedades recientes de la vida pública en España, que también ha despertado interés en muchos otros paises. A partir del pasado mes de marzo, cientos (en algunas ocasiones miles) de personas, en su gran mayoría jóvenes, han ocupado plazas en diversas capitales españolas –empezando por la emblemática Puerta del Sol madrileña- para mostrar su descontento con la situación política del país y con la gestión de la crisis económica, recortes sociales, etc… Su denominación de “indignados” les viene del opúsculo de Stephane Hessel “¡Indignaos!”, que en el comienzo del movimiento fue una especie de manifiesto del grupo, ampliamente difundido y comentado.
Está claro el motivo inmediato que movilizó a los indignados: España es el país europeo con más alta tasa de desempleo (el 20%) y el paro afecta especialmente a los jóvenes (más del 40%). Como la educación es muy deficiente y la formación profesional aún peor, no se vislumbran remedios a corto plazo para esta situación. Para prevenir una intervención europea en la economía española, como la que ha necesitado Grecia, el gobierno de Zapatero se ha resignado a recortes en las ayudas sociales y una flexibilización en el mercado laboral. La gente indignada que ha salido a la calle considera que estas medidas están haciendo recaer el costo social de la crisis sobre quienes menos culpables son de ella, los trabajadores, mientras que los bancos y las grandes corporaciones internacionales reciben todo tipo de ayudas para recuperarse y salir ilesas de la debacle.
De modo que lo primero que debe constatarse es que los indignados se han movilizado en defensa de sus intereses, aunque luego hayan teorizado su propuesta de acuerdo a más o menos elevados ideales. Nada de malo encuentro en ello: soy de los que creen que hay intereses perfectamente legítimos y que ciertos ideales son en cambio abominables. En España, antes de la crisis muchos ciudadanos –sobre todo entre los jóvenes- se jactaban de ser apolíticos o incluso de despreciar la política. La clase política era la misma que ahora, sus sueldos iguales, la Ley Electoral idéntica, el papel de los sindicatos y los empresarios semejante al actual, la educación y la formación profesional tan defectuosas como luego hemos comprobado… pero muchos jóvenes y abundantes mayores no veían en ello ningún motivo urgente para interesarse por la política. Al contrario, la consideraban un pasatiempo aburrido, sectario, casi obsceno. El sistema social y económico merecía las críticas de bastantes pero también sin duda la benevolencia de no pocos: habían muchos partidarios de endeudarse alegremente con los créditos bancarios para aumentar la capacidad de consumo, la especulación inmobiliaria estaba a la orden del día y no solo entre los plutócratas, mientras que en las localidades turísticas los más jóvenes abandonaban los estudios para ganarse bien la vida atendiendo en locales de ocio a los extranjeros. Y estas circunstancias aparentemente favorables pero con tantos rasgos sospechosos no despertaban entonces indignación en casi nadie.
Sin duda la crisis económica y la extensión aparentemente incontrolable del desempleo hicieron despertar a la población de este engañoso espejismo de abundancia sin costes. Una de las divisas más emblemáticas de los indignados, cuando finalmente se movilizaron, va dirigida a los políticos actuales: “No nos representan”. Este lema voluntarioso y retórico suena a hueco al menos por dos motivos: en primer lugar, la representación política es una cuestión institucional, no una identificación cordial con quienes son elegidos para los cargos públicos. Lo malo precisamente de los políticos es que sí nos representan, aunque no gocen de nuestra simpatía, es decir que a partir de su elección pueden tomar decisiones y omitir otras que afectarán nuestras vidas. Por eso es importante elegir bien, revocarlos si se muestran incapaces y buscar alternativas que sean más prometedoras que las que hoy se nos ofrecen. Pero, en segundo lugar, los gobernantes españoles que primero negaron la crisis, después la minimizaron y finalmente no han sabido resolverla representan bastante bien la miopía política, la búsqueda de recompensas sin esfuerzo a corto plazo y el desinterés por alternativas comprometidas al status quo vigente que caracterizaba también a gran parte de la ciudadanía que hoy padece por culpa de esa desidia y está indignada contra ellos.
Otro de los slogans más significativos de los indignados exige “democracia real”. Pues también esta reivindicación da mucho que pensar. Porque la democracia real (como en su día el socialismo real de los países del este europeo) es precisamente la que hay, aquella que nos encontramos y que nos indigna, frente a una democracia “ideal” que representaría sin turbiedad ni manipulación los más nobles anhelos populares… pero que no existe ni ha existido nunca en ninguna parte. No hay democracia real (tampoco la hubo en Atenas, desde luego) sin obstáculos, cortapisas y asechanzas antidemocráticas. Cuanto más real y menos idealista es una democracia, más refleja las contradicciones y abusos de la sociedad. Aún más: refleja las contradicciones que existen dentro de cada uno de nosotros, entre el anhelo de justicia por el que quisiéramos caracterizarnos y el afán de privilegios o ventajas indebidas que sentimos a cada paso. O la contradicción entre los políticos veraces y consecuentes que decimos reclamar frente a los simpáticos demagogos a los que después efectivamente votamos. ¿Elegiríamos a un político totalmente sincero, que confesase sus insuficiencias y sus dudas o que nos reclamase sacrificarnos por el bienestar general a costa del nuestro?
Sobre todo, la democracia real y realista empieza por comprender que políticos somos forzosamente todos y que ninguna representación, por exacta y honrada que sea, nos dispensa de interesarnos por la cosa pública, estudiar los problemas y colaborar activamente en la búsqueda de soluciones. Algunos de los “indignados” españoles parecen dar por sentado que ellos son puros en un mundo de ambiciones y engaños. Ninguna democracia real puede aceptar tan interesado y cómodo maniqueísmo. Es indudable que hay mucho que reformar en la democracia, en la esclerosis sectaria de los partidos, en el descontrol de los mercados y la avidez de la especulación capitalista, en la institucionalización eficaz de una justicia sin compromisos partidistas y una educación pública de calidad, etc… Pero nada de eso podrá nunca hacerse si la crítica de la política es solo censura a los políticos y no autocrítica de los ciudadanos. La indignación no basta. Como señaló Spinoza, lo importante no es detestar o aplaudir, reir o llorar, SINO ENTENDER. Más Spinoza y menos Hessel, por favor.
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