El desafío no es solo para los libios
Tras varios meses de tensiones, mucha violencia y muertes, los rebeldes libios llegaron a Trípoli y pudieron liberar a los habitantes de la dictadura del coronel Muamar el Gadafi, 42 años después de haber tomado el poder en el país norteafricano. Tras la toma de la capital, se revelaron las últimas masacres efectuadas por el régimen del terror.
Aún así, y escondido hasta el día de hoy, el dictador llamó a sus seguidores a salir a las calles y matar a todos los opositores para que él vuelva a ejercer el control férreo de la vida de los habitantes. Cobardemente instaba a sus fieles a masacrar a todos los que apoyan al nuevo gobierno de transición.
Libia hoy se encuentra con una situación caótica: varias ciudades están destrozadas, al menos 20.000 muertos y muchos más heridos es el saldo de medio año de guerra, además de escasez energética y alimenticia a consecuencia de los embargos, bloqueos y paralización de la producción y el comercio. Su economía está asfixiada y, en los próximos meses, se necesitará de la ayuda internacional para solucionar los problemas más acuciantes.
La reconstrucción tardará años, no solo en lo que hace a la infraestructura y organización política, sino también a la moral. Millones de libios vivieron las últimas cuatro décadas en un clima del terror y opresión constantes, por lo que se tratará de adaptar a un ambiente donde se respeten las libertades individuales, si es que el nuevo gobierno realmente termina con los crímenes del régimen anterior y no vuelve a cometerlos.
La religión tampoco ayudó mucho. El islam fue un instrumento poderoso de la dictadura gadafista para afianzarse en el poder y permanecer, por mucho tiempo, con carta blanca. Casi todos los discursos de Gadafi, en pleno conflicto bélico, hacían hincapié en la obediencia a la ley coránica y a los mandatos de Alá, en contra de los “cruzados”.
Lamentablemente, a los libios se los ayudó tardíamente, ya que varios gobiernos vieron solo las atrocidades cometidas por el régimen “en los últimos años”. Coherentemente, el presidente Hugo Chávez, defensor y líder de las ideologías esclavistas y oscurantistas, defendió a Gadafi en las últimas semanas, siendo el principal líder mundial en apoyar directamente la dictadura árabe-socialista. Solo el gobierno déspota de Robert Mugabe, en Zimbabue, fue otro en elogiar a la dictadura libia en pleno derrocamiento.
La comunidad internacional se enfrentará ahora no solo a la reconstrucción de Libia, que debe reactivar su economía, producir alimentos para su población y pagar deudas multimillonarias por la guerra (que oficialmente no finalizó), sino a evaluar las intervenciones en otros países donde aún persisten dictaduras sanguinarias.
Algunas de ellas, con mucho peso, como Irán y Arabia Saudita, y otras con poderes ilimitados en medio de la pobreza como Guinea Ecuatorial, Sudán o Corea del Norte. Muchos de estos gobiernos tienen aliados estratégicos y poderosos, como Washington, Moscú, Pekín o Brasilia, por lo que el statu quo con respecto a ellos estará por discutirse.
Mientras tanto, en Siria aumenta el número de muertos a consecuencia de la revuelta iniciada para derrocar al dictador Bachar al Asad. En Argelia y Arabia Saudita, las revueltas cesaron a consecuencia de las duras represiones y del nulo apoyo externo, que sí tuvieron los ciudadanos de Túnez, Egipto y Libia.
Los desafíos en materia internacional, primeramente, deben centrarse en solucionar la crisis financiera y económica, cesando las intervenciones gubernamentales, ayudar a erradicar la hambruna del Cuerno de África y acabar, de una vez por todas, con las últimas dictaduras del mundo. Mañana, será tarde.
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