Estampas de la revolución libia
Hace setenta años, miles de soldados europeos murieron en esas tierras inhóspitas del desierto del Sahara que bordean el mar Mediterráneo. Libia era entonces una colonia italiana y un frente estratégico de la Segunda Guerra Mundial. Británicos, franceses, polacos, australianos y reclutas de otras nacionalidades se enfrentaron al Afrika Korps del mariscal alemán Erwin Rommel, que había desplegado sus divisiones blindadas para respaldar a las tropas italianas. Muchos dejaron sus huesos en ese secarral, especialmente los alemanes, que perdieron siete mil hombres. Cuatro cementerios lo recuerdan en la periferia de Tobruk, la primera ciudad después de la frontera con Egipto.
En 1941 y 1942, los libios fueron simples espectadores de un conflicto que les era ajeno. Hoy, sus nietos son los protagonistas de una rebelión contra una dictadura de cuarenta y dos años, y les toca poner los muertos. Entre diez mil y quince mil, según Naciones Unidas, desde las primeras escaramuzas a mediados de febrero, cuando las milicias de Gadafi empezaron a disparar contra los manifestantes que exigían libertad y democracia. Hubo víctimas en todo el país, tanto en Trípoli como en Benghazi. En Tobruk, “todo fue muy rápido”, cuenta Bubaker Alzaki, un empresario de la construcción que actúa como portavoz del consejo local de transición, el órgano creado para sustituir provisionalmente a las anteriores autoridades municipales.
Tobruk está aletargada, a la espera de los acontecimientos políticos y militares en el resto del país. Las escuelas siguen cerradas y no reanudarán los cursos antes de septiembre. El puerto, que solía recibir entre diez y veinte barcos mercantes al mes, está vacío. Las navieras no quieren arriesgarse y no están dispuestas tampoco a pagar las primas de guerra que exigen las aseguradoras. La exportación petrolera está suspendida desde que las tropas de Gadafi atacaron la subestación del oleoducto conectado con los yacimientos de Sarir, unos quinientos kilómetros al sur de Tobruk. Como consecuencia, la refinería, que producía diesel y combustible industrial para el mercado local, ha suspendido sus actividades. Y no podrá reanudarlas mientras no vuelvan los trabajadores extranjeros, que han huido despavoridos a sus países de origen.
Como los emiratos petroleros de la península arábiga, Libia depende de la mano de obra foránea para hacer funcionar su economía. El país, casi tan grande como México y con un 95% de territorio desértico, alberga menos de seis millones de habitantes autóctonos y unos 2.5 millones de inmigrantes. Los egipcios representan el 60% de esos trabajadores y, desde que se han ido, casi no hay producción agrícola, pesquera o industrial. Las enfermeras son filipinas, la recolección de la basura depende de los subsaharianos, los servicios y los comercios contratan a expatriados de Bangladesh o Pakistán; los marroquíes y los tunecinos están por todas partes.
Cuando quiso descalificar a sus opositores ante Europa y Estados Unidos, Muamar Gadafi los vinculó con Al Qaeda y les atribuyó la intención de crear un “emirato islámico” en la Cirenaica, la mitad oriental de Libia. Para dar más credibilidad a sus acusaciones, señaló a la ciudad de Derna, conocida por todos los servicios secretos del mundo como la cuna del islamismo radical libio. En esa población de casi cien mil habitantes, entre Tobruk y Benghazi, un grupo armado se rebeló contra el régimen de Gadafi en los años noventa. La represión fue feroz y cientos de militantes acabaron en la siniestra cárcel de Abu Salim, en Trípoli, donde fueron masacra dos en 1996.
Los que escaparon a las redadas del Ejército fundaron el Grupo Islamista Combatiente Libio (GICL), que se uniría más adelante a la organización de Osama bin Laden. Lucharon en Afganistán y en Iraq. Incluso, según un archivo descubierto en 2007 por el Ejército estadounidense, el grupo más numeroso de combatientes extranjeros en Iraq provenía de Derna. Gadafi no iba a desaprovechar semejante historial para construir su propaganda y agitar el espantajo del terrorismo islamista.
Es cierto que varios yihadistas participan a la actual rebelión contra la dictadura. Son, además, los únicos con una verdadera experiencia militar, a diferencia de todos esos shabab (muchachos) que se van al frente como se va a un partido de futbol y mueren como moscas. Dos personajes llaman especialmente la atención: Abu Sufian bin Qumu y Abdel-Hakim al-Hasidi. Ambos combatieron con los talibanes y Bin Laden en Afganistán. El primero se hizo famoso en su país por haber pasado varios años en la cárcel de Guantánamo, antes de ser entregado a Libia en 2007 y amnistiado por Gadafi. El segundo es, sin embargo, mucho más relevante y dirige ahora un grupo de trescientos combatientes, la Brigada de los Mártires de Abu Salim.
En cambio, Al-Hasidi no pone ninguna pega para contar su vida. Nació en Derna en 1966, no terminó sus estudios de historia y geografía, pero sí pudo enseñar esas materias en un colegio. Estudió también la sharía (ley islámica) y se dedicó a escribir poemas con mensajes políticos a favor de “un verdadero cambio en Libia”. En 1995, huyó cuando la policía detuvo a sus amigos. Sudán, Egipto, Turquía, Siria y, finalmente, Afganistán, donde llegó en 1997 y se puso al servicio de los talibanes para combatir a las tropas del carismático Ahmad Shah Massoud.
“Me investigaron durante dos meses y se dieron cuenta de que yo no pertenecía a Al Qaeda y tampoco al GICL. En octubre de 2002, me devolvieron a Libia con otros compatriotas, y nos dejaron libres. Y aquí estoy ahora, luchando en mi propio país para acabar con esa dictadura y construir un Estado civilizado, abierto, constitucional y que respete la libertad de expresión. Eso sí, dentro de la ley islámica.” Se muestra tranquilizador: “Afganistán no será nuestro modelo y tendremos elecciones.” Y ¿qué opina del apoyo de Estados Unidos a la revolución? “Mientras no pisen nuestro territorio, aceptaremos su ayuda. De lo contrario, serán nuestros enemigos y los combatiremos.”
¿Qué harán Al-Hasidi y los suyos si un día llegan a tener influencia en el gobierno? ¿Se comportarán como sus amigos talibanes o aceptarán el pluralismo que anhelan hoy los libios? “Es un falso debate”, asegura Bushiha, un catedrático de Derna que oficia de traductor. “Aquí la gente es muy religiosa, y me incluyo, pero los fanáticos son una minoría ínfima, unos quinientos, o quizá mil, y no tienen poder.” Para disipar cualquier ambigüedad, una brigada de universitarios ha pintado, en grandes letras rojas y negras sobre fondo blanco, una serie de lemas en las paredes de la principal avenida de Derna. Redactados en perfecto inglés y francés, esos mensajes están dirigidos a la comunidad internacional para desmentir las acusaciones de Gadafi. “We are freedom fighters, not terrorists”, “Oui pour la Constitution”, “Yes to pluralism”, “No to Qaeda”.
Han pasado cuatro meses desde que los libios decidieron, sorpresivamente, seguir los pasos de sus vecinos tunecinos y egipcios. Nadie, empezando por el propio Gadafi, se lo esperaba. El régimen de Trípoli era uno de los más sólidos en la región. Gracias al petróleo, el país gozaba de indicadores socioeconómicos muy superiores al resto de África.
Mientras la población de Trípoli vive al ritmo de los bombardeos aéreos y de las penurias, Benghazi es una fiesta permanente. A la puesta del sol, cientos de familias caminan hacia el malecón, donde una gran pantalla trasmite las noticias de Al Yazira, la cadena satelital de Qatar, totalmente volcada a favor de las revoluciones árabes. Después del rezo, empiezan los discursos políticos. Varias instituciones, las universidades, las asociaciones de víctimas o el club de futbol local están acampados en grandes jaimas. Una inmensa bandera de Estados Unidos cubre una de las carpas, donde algunos hombres toman el té. Amin Werfalli no esconde su impaciencia. “Hace casi tres meses que estamos aquí y no veo el final”, dice ese empresario, que exportaba pintura a China y tuvo que cerrar su negocio. “Estoy viendo muchos arribistas en el CNT (Consejo Nacional de Transición), gente que estaba con Gadafi y otros que hasta ayer vivían en el extranjero, donde tienen sus negocios y donde pueden volver si las cosas no se resuelven aquí.”
Amin es una de las pocas voces críticas con las autoridades rebeldes. Le contesta Mohamed Saad Ambarek, rector de la Universidad Médica Internacional. “Hay que ver de dónde venimos. Lo que ocurre ahora puede parecer caótico, pero para mí es milagroso. No teníamos experiencia política ni instituciones. Todo el mundo estaba vinculado al régimen de una forma u otra. Y, a pesar de todo, hemos logrado un buen resultado. Esta revolución nunca se planeó. Había que llenar el vacío de poder y la gente se agrupó en consejos locales que escogieron a personas de trayectorias honestas y reconocidas.”
Medio centenar de representantes integran el CNT, que actúa como un parlamento interino y ha designado un comité ejecutivo de diecisiete ministros. “Somos tecnócratas, buscamos soluciones a los problemas y no tenemos un sesgo político”, dice Atía Lawgali, que ocupa la cartera de Cultura y Sociedad Civil. “Estamos ante un triple desafío: la guerra, que es el frente prioritario; la atención a la población, en términos de servicios básicos (agua, alimentos, electricidad, seguridad), y el futuro.”
Y ese futuro democrático no será sencillo de construir para la clase ilustrada – académicos, médicos, ingenieros, abogados, jueces– que ha tomado las riendas de la revolución y debe improvisar sobre la marcha. Pero, por lo pronto, se ha dado una ruptura radical en el pensamiento. El individuo ha empezado a hablar por sí mismo, sin repetir los viejos tópicos del discurso oficial sobre el nacionalismo árabe o el imperialismo. El símbolo de esa ruptura fueron las hogueras donde ardieron miles de ejemplares del infumable Libro Verde del Guía de la Revolución. Al igual que sus vecinos árabes, los libios quieren hablar de los problemas reales, no de ideología. Aspiran a una buena educación, a la libertad económica, a la participación política.
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