Las arenas de la libertad
La era del coronel Moamar el Kadafi ha terminado. Otro capítulo se cierra en el siniestro libro de las revoluciones delincuentes del Tercer Mundo. Algunos vaticinan que los libios tal vez no puedan (en realidad quieren decir que no sepan) vivir en un orden democrático. Pero no cabe duda de que los feroces rebeldes de Bengasi y los manifestantes en las ensangrentadas calles de Trípoli encarnan el renovado espíritu de la redención. Nada tan mezquino, entonces, como empañar el sacrificio por la libertad con las suspicacias de la geopolítica.
Idolo de la izquierda radical y la derecha antisemita, patrón de los terroristas, aliado de los genocidas, Kadafi destila hasta la caricatura la esencia de un nuevo género en el mundo de la postguerra: el dictador arropado en las prestigiosas ideas del anticolonialismo y el antiimperialismo. Una tenebrosa familia política que, según las circunstancias y los medios a su alcance, hacía historia a la par que deshacía sus naciones. En el caso de Kadafi, así como en el de Fidel Castro, una fotogénica juventud elevaba su proyección mediática. Ambos con su propio séquito de intelectuales de vanguardia, actores de Hollywood y magnates y académicos occidentales. Ambos con una fracción cómplice de exiliados.
Tardíos defensores de Kadafi tratan de probar su legitimidad con el argumento de su permanencia. Nadie, dicen, puede hacerse temer a lo largo de 42 años. La respuesta, en alguna medida, es políticamente incorrecta. El pensamiento progresista posterior a la Segunda Guerra Mundial, que todavía es una poderosa industria escolástica, ha impuesto un tabú a la crítica sobre el carácter de algunas sociedades. Podemos acusar los defectos de franceses, británicos y norteamericanos. Podemos afirmar, incluso, que los griegos han devenido en un pueblo menor. Pero mucho cuidado con indagar en el tejido profundo de las republiquetas socialistas, islámicas, bolivarianas, et al. Una simple y honesta lectura a la historia nos obliga a admitir que todo dictador se nutre de la barbarie autóctona, a menos que lo sostenga una fuerza de ocupación. Esto no traslada a una nación la entera responsabilidad por la dictadura. Tampoco la disculpa de sus taras. Alemania y Japón, dos modelos de transición casi perfecta a la democracia, extirparon literalmente el sector identificado con la dictadura, con medidas que iban desde el ostracismo, la censura literaria y la privación temporal o permanente de los derechos ciudadanos hasta la pena de muerte. No se ha visto una mejor receta.
Samuel P. Huntington observó que muchas de estas pretendidas revoluciones se inscriben en el marco de ciclos marcadamente contrarrevolucionarios. En un escenario comparable al de otros países tercermundistas, la Libia del rey Idris I era una joven nación próspera, pujante y aliada de Occidente, con una Constitución a la par de las europeas. Erudito islámico, héroe de las luchas contra el poder colonial italiano, Idris fue un gobernante sensato, modernizador y compasivo. El petróleo y el turismo llenaban las arcas de un Estado bien administrado y afianzaban a una clase media secular y cosmopolita. A Trípoli y Bengasi aplicaba lo que Lawrence Durrell dijo de la Alejandría de los años 40 y 50: una ciudad de "cinco razas, cinco lenguas y una decena de credos''. La foto de Idris ha vuelto a las calles en estos días de rebelión.
En un final de macabra justicia poética, las dictaduras siempre acaban por destruir su matriz. Una vez que han exterminado a los valientes, los decentes, los portadores de la riqueza y la alegría, comienzan a caer los resentidos, los carceleros, los verdugos, los oportunistas, los parásitos. En las tumbas anónimas de Libia reposan hoy los auténticos mártires de la democracia junto con los seudoiluminados oficiales que traicionaron a un monarca sabio y amante de su tierra, los ignorantes y perezosos beduinos que arrasaban por puro placer los viñedos y olivos de los colonos italianos, los agentes secretos que partían en la noche a ejecutar a los exiliados en Londres y El Cairo, los jóvenes delincuentes entrenados para nutrir las filas del terrorismo internacional, la chusma sedienta de caos y vasallaje. Vestido como Indira Ghandi y rodeado por una prole de sicópatas, con el rostro deformado por el botox y la mente embotada sabrá Dios por cuál sustancia, Kadafi desciende a su infierno con el certificado de defunción de un mito.
Para los cubanos, este desenlace guarda un vicario significado. Kadafi y Castro constituyeron por muchos años un mismo eje terrorista. La izquierda más recalcitrante y obtusa los veía como gemelos de una eterna Madre Revolución. Siervos del mismo amo de la Guerra Fría, se elogiaron y condecoraron mutuamente. Charles de Gaulle decía que las lecciones de la Historia no son pesimistas. "Siempre hay momentos'', recordaba, "en que la voluntad de un puñado de hombres libres rompen las barreras del determinismo y abren nuevos caminos''. Por las calles de Misrata, por las cambiantes arenas de Al'Aziziyah, ya estos hombres son muchedumbre. La barbarie autóctona también tiene su némesis.
- 23 de julio, 2015
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