Verdad y libertad
En los últimos días hemos visto cómo sociedades del mundo árabe sojuzgadas por autócratas con veinte y treinta años disfrutando de un poder que hasta el momento habían creído eterno y hereditario, se resquebrajan y ponen en evidencia la fragilidad de quienes se hicieron dueños del gobierno y del Estado sustentados en la exclusión y persecución de los contrarios.
Tal sistema -alabado e imitado por otros en nuestras tierras- simplemente se derrumba. Sea cual sea el desenlace, no habrá vuelta atrás. En medio de estas conmociones vale hacer referencia al pensamiento de Juan Pablo II, quien en sus alocuciones enfocó los problemas del hombre contemporáneo, tomando como punto de partida la vigencia de dos valores fundamentales como son la verdad y la libertad.
Dentro de tal contexto, el pontífice destacó que “el sentido esencial del Estado como comunidad política, consiste en el hecho de que la sociedad y quien la compone, el pueblo, es soberano de la propia suerte. Este sentido no llega a realizarse, si en vez del ejercicio del poder mediante la participación moral de la sociedad o del pueblo, asistimos a la imposición del poder por parte de un determinado grupo a todos los demás miembros de la sociedad”. Ante esa expresión de perversión política que desvirtúa la esencialidad de una sociedad pluralista y democrática y la respuesta que frente a la misma debe dar la ciudadanía, dijo: “Estas cosas son esenciales en nuestra época en que ha crecido enormemente la conciencia social de los hombres y con ella la necesidad de una correcta participación de los ciudadanos en la vida política de la comunidad”.
El poder político, entonces, no debe ser ejercido como un arma para favorecer a unos en detrimento de otros porque “el deber fundamental del poder es la solicitud por el bien común de la sociedad; de aquí derivan sus derechos fundamentales. Precisamente en nombre de estas premisas concernientes al orden ético objetivo, los derechos del poder no pueden ser entendidos de otro modo más que en base al respeto de los derechos objetivos e inviolables del hombre”.
La violación flagrante a esos derechos fue denunciada responsablemente por Juan Pablo II: “El bien común al que la autoridad sirve en el Estado se realiza plenamente sólo cuando todos los ciudadanos están seguros de sus derechos. Sin esto se llega a la destrucción de la sociedad, a la oposición de los ciudadanos a la autoridad, o también a una situación de opresión, de intimidación, de violencia, de terrorismo, de los que nos han dado bastantes ejemplos los totalitarismos. Es así como el principio de los derechos del hombre toca profundamente el sector de la justicia social y se convierte en medida para la verificación fundamental en la vida de los organismos políticos”. Para prevenir y combatir tales situaciones, exhortó a los ciudadanos a incrementar “en el plano civil, un pluralismo cada vez más amplio de esas instituciones libres que constituyen el tejido conjuntivo de una sociedad verdaderamente democrática, en la que es una realidad la participación responsable de los ciudadanos para la consecución del bien común favoreciendo al mismo tiempo los derechos propios del hombre y sus libertades”.
Concluyamos con unas palabras de este hombre sabio: “El totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad trascendente, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de grupo, clase o nación, los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder y cada uno tiende a utilizar los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás”.
Así, nadie que se pretenda mayoritario puede colocarse “en contra de la minoría, oprimiéndola, explotándola o incluso intentando destruirla. La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, sujeto natural de derechos que nadie puede violar”.
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