El contagioso espíritu de resistencia democrática
WASHINGTON.- Si el mundo tiene un corazón, en este momento palpita por Egipto. Por supuesto que no por el Egipto de Hosni Mubarak -el de las elecciones amañadas, la censura contra la prensa, la supresión de Internet, las fuerzas policiales vestidas de negro y los tanques y las cámaras de tortura- sino el Egipto de los intrépidos ciudadanos comunes, quienes casi sin armas, con poco más que su presencia física en las calles y sus plegarias, están desafiando todo este aparato de intimidación y violencia en nombre de la justicia y de la libertad.
Su valentía y sacrificio han hecho revivir el espíritu de la resistencia democrática y no violenta frente a una dictadura que quedó simbolizada por la caída del Muro de Berlín, en 1989.
De hecho, ese evento histórico fue un símbolo de una oleada más extensa de revoluciones que, como un reguero de pólvora, barrieron a decenas de dictadores del poder, desde Filipinas en 1986 hasta Polonia en 1989, llegando hasta los primeros años del siglo XXI. Sin embargo, en estos últimos años ese fenómeno de contagio parecía estar desactivándose.
Ahora, los dictadores de todo el mundo están en guardia una vez más. En Arabia Saudita, el monarca cuida sus espaldas. Yemen ya está bajo aviso. En China, la palabra "Egipto" ha sido censurada de las búsquedas de Internet.
Egipto es la representación cabal del nunca desentrañado misterio de la revolución. Durante décadas, la estructura de un Estado opresivo se cierne sobre la sociedad, implacable. Las cámaras de tortura funcionan las 24 horas del día. Las riquezas de la nación fluyen hacia cuentas bancarias en el extranjero. Los ricos y privilegiados están satisfechos en sus barrios cerrados. Por lo general, el soberano hace reverencias a un benefactor extranjero. Una nube de propaganda contamina la atmósfera como un gas venenoso. El retrato del Líder cubre las paredes de los edificios gubernamentales. El país queda atrapado en una descomunal burocracia de absurdas regulaciones.
Pero de pronto un temblor recorre desde los cimientos todo el edificio.
Un par de miles de personas salen a las calles, luego decenas de miles, después, como por arte de magia, son cientos de miles y en todo el país. Y de alguna manera, esta rebelión -que estalló en apenas unos días- puede bastar. Su espíritu toca algún nervio de toda la nación, que se despierta, y con sorprendente facilidad se deshace del largamente odiado y sin embargo tolerado régimen.
De repente, todas las reglas cambian, todas las viejas cadenas de mando y servilismo se revierten y las estructuras de poder se empiezan a disolver. Más tarde, los expertos serán los encargados de desentrañar las señales que anticipaban lo que estaba por venir y hasta encontrarán sus "causas", pero el hecho es que las revoluciones son uno de los eventos más impredecibles y siguen tomando al mundo por sorpresa.
De todos modos, sí sabemos algunas de las cosas que ocurren en momentos como ésos. Un pueblo largamente intimidado por la violencia del Estado logra superar el miedo y de un momento a otro empieza a actuar con valentía. La valentía se hace contagiosa del mismo modo que lo fue el miedo y súbitamente millones de personas llevan a la práctica la desobediencia y el desafío.
Egipto ha llegado claramente a esas instancias. Ya se ha convertido en un lugar común decir que ahora todo depende de la intervención o no de las fuerzas armadas. Y por supuesto que es cierto, al menos en parte.
Con mucha frecuencia, la hora de la muerte de una dictadura coincide con la hora en que los militares, arrastrados por el mismo ánimo que cunde en el resto de la población, se niegan a seguir las órdenes del otro bando. Por eso es tan significativo que en Egipto la multitud haya abrazado a los soldados y que los soldados hayan dejado que la gente se trepe a los tanques en las plazas públicas, haciendo con los dedos la V de la victoria.
Pero la verdad es que el ejército es un actor secundario de esta escena, cuyo protagonista fundamental es, como siempre, la gente. Por eso, aunque algunos titulares digan que en Egipto reina el "caos", están equivocados. Nunca antes en Egipto el escenario había tenido un propósito tan claro ni tan decidido.
¿Y el gobierno de Estados Unidos? Hasta anoche, desaparecido en acción. Empezó despotricando contra la "violencia de ambos bandos", sin lograr decidirse entre el pueblo y sus opresores. La reacción tiene el sello distintivo del gobierno de Obama, hasta la caricatura: mantiene relaciones ("carnales", digámoslo sin empacho) con el statu quo del poder. Bienintencionadamente, comienza por aceptar que es inamovible. Y a partir de ahí empieza a negociar.
En este momento, el poder con el que el gobierno de Obama está negociando es el del dictador egipcio Hosni Mubarak, un aliado de Estados Unidos durante 30 años en los que ha recibido unos 50.000 millones de dólares en ayuda norteamericana.
A principios de la semana pasada, mientras la multitud se enfrentaba con la policía en todo Egipto, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, dijo que el gobierno de Mubarak era "estable". El vicepresidente Joe Biden siguió la misma línea, con sus declaraciones de que él "no diría que Mubarak es un dictador".
Más recientemente y todavía indecisa, Clinton instó a una "transición ordenada", sin reclamarle a Mubarak que dé un paso al costado. Pero Mohammed el-Baradei, ungido como flamante vocero de la revolución, tuvo razón cuando le respondió: "Para el presidente Obama, sería mejor no quedar como el último en decirle al presidente Mubarak que es tiempo de que se vaya".
Nada en la conducta de los egipcios que se manifiestan en las calles nos obliga a anticipar el curso de los acontecimientos. Pero el momento de las definiciones se acerca. A Estados Unidos le queda muy poco tiempo para decidir de qué lado está.
© The Nation 2011, distribuidopor Agence Global
Traducción de Jaime Arrambide
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