La visita de Hu Jintao a los Estados Unidos
China, con algún grado de triunfalismo, parece suponer que el tiempo juega inevitablemente a su favor desde que su economía podría superar a la norteamericana en apenas una década. Sabe que ya es la segunda economía del mundo; el primer exportador; el segundo importador y el país con reservas más altas del planeta. Y que crece vertiginosamente. No es poco. Los Estados Unidos, cuya economía es hoy aún tres veces más grande que la de China, no se resigna a adelantar el futuro y a no ejercer un rol de liderazgo que cree todavía le corresponde.
En política exterior, el 2010 ha sido un año de dificultades y frialdad en la relación entre ambas potencias. De «desconfianzas estratégicas», según los chinos. Las divergencias visibles incluyen temas delicados como la manera de enfrentar el programa nuclear iraní, cómo y cuando motorizar la reunificación de Taiwán, de qué modo conducirse con Corea del Norte, -cuestión en la que sin embargo parece haber habido algunos progresos ante la revelación de la existencia de una planta de enriquecimiento de uranio que se había disimulado-, qué hacer con los militares que manejan Myanmar, cómo atender los reclamos territoriales de Japón o Vietnam en las aguas aledañas a China, de qué manera manejar la relación con la India y Paquistán así como con el Dalai Lama o qué hacer con la aparente dureza -autónoma y hasta algo desafiante- en materia de política exterior de los mandos militares chinos, por sólo nombrar algunas.
En materia económica, las cosas no son muy distintas. No hay avances sustanciales en materia de cómo se habrán de rebalancear las dos economías más grandes del mundo o respecto de qué se hará con la aparente sobrevaluación del renminbi y cuál será el rol futuro del dólar (al que Hu Jintao acaba de llamar «producto del pasado»), moneda en la que están expresados los títulos de quien es el mayor acreedor de los Estados Unidos, China; o sobre cómo eliminar las diversas barreras domésticas que postergan, en China, el accionar de las multinacionales tanto norteamericanas, como europeas.
El diálogo entre ambos mandatarios fue activo, pero formal y algo rígido, casi áspero, en algunos momentos. Hubo, sin embargo, algunos pasos positivos, no menores. Primero, China reconoció específicamente que los derechos humanos son universales. Hasta ahora, ello nunca había sucedido. En privado, ambos mandatarios habrían analizado la situación de Liu Xiaobo, en Premio Nóbel de la Paz, que sigue encarcelado. China, no obstante, reconoció formalmente que tiene aún mucho por hacer (progresar) en el campo de los derechos humanos. Segundo, China se comprometió a eliminar los privilegios que postergan a las grandes empresas norteamericanas particularmente en las contrataciones con el Estado chino. En esto Barack Obama, en un cambio de actitud, actuó flanqueado por lo más granado de la comunidad empresaria de su país. Como es habitual, también se anunciaron ventas y la conformación de algunos joint ventures entre empresas de ambos países.
La sensación que queda es que ambos países aceptan que pueden vivir con desacuerdos que no pueden resolver rápidamente como pretende el otro, pero cuyos efectos adversos pueden tratar de disminuir, compensar o hasta disimular. No es lo ideal. Pero, ¿había otra opción?
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