La utopía electrónica
Antes que la utopía que había imaginado se hiciera realidad, murió, tempranamente, William Mitchell. Muchas cosas imposibles de imaginar antes sucedieron en los últimos treinta años, mientras Bill, como era conocido, estuvo abocado a las nuevas tecnologías. Internet, desarrollada masivamente en la segunda parte de los años 90, es de hecho una utopía de comunicación hecha realidad. Pero Mitchell vio más allá, preguntándose cómo cambiaría el mundo donde vivimos a medida que progresara el ya extraordinario desarrollo de las tecnologías electrónicas.
Arquitecto australiano radicado en los Estados Unidos, en los años 80 fue pionero de la computación gráfica y visitó nuestro país cuando el diseño asistido por computadora estaba todavía limitado a los grandes equipos especializados, de los que en aquel entonces en la Argentina había solo uno. Ocupó las más importantes posiciones académicas en las universidades de élite en Estados Unidos y, entre otros cargos, estaba al frente del programa Smart Cities del famoso Media Lab del MIT. Fue un prolífico teórico cuyo optimismo sobre los beneficios de la tecnología nos permitió imaginar que no todo el saldo de la última era industrial sería negativo para el equilibrio ecológico del planeta, y por lo tanto, para nuestro futuro. Analizó agudamente cómo podría cambiar la ciudad, la casa y nuestro hábitat a medida que la sociedad incorporara las nuevas tecnologías digitales.
El irresistible optimismo de Mitchell sobre el mundo virtual radicaba en la probabilidad de que la aldea electrónica pudiera racionalizar nuestros consumos, en que mediante la información inteligente y detallada de cada una de las necesidades, los derroches disminuyeran drásticamente y que mediante la transformación de los productos que consumimos en bienes inmateriales diminuyamos nuestra necesidad de consumir los recursos naturales. La utopía electrónica expresa la posibilidad de un nuevo progresismo consistente en la esperanza de que un mundo virtual pueda liberarnos de la repetición y la especialización a que nos sometieron lo que llamaba "las máquinas tontas del siglo XX". Y con ello, disminuir la voracidad energética de la sociedad contemporánea para devolvernos un equilibrio con el medio ambiente, así como una nueva variedad e identidad de las cosas, que la producción en serie y el consumo de masas habían vaciado de sentido al repetirlas al infinito. Anunció tanto la buena nueva como lo inevitable de un nuevo mundo inmaterial; la inminencia y la conveniencia con que la presentó recordaba la advertencia de Nicholas Negroponte: "Ser digital o no ser".
La parte más promisoria de la nueva utopía consiste, precisamente, en neutralizar los subproductos negativos de la utopía anterior: la uniformidad, la repetición, la superproducción, el sobreconsumo y la producción descontrolada de residuos.
Mitchell nos señala cinco tendencias o vías de acción a través de las que esto podrá suceder: la "desmaterialización"; el cambio de artefactos y cosas materiales por servicios inmateriales, como cuando el viejo contestador telefónico es reemplazado por el servicio remoto de la compañía de teléfonos; la "desmovilización" (es mejor mover bits que átomos), como cuando mandamos una foto por correo electrónico en lugar de enviarla impresa sobre un papel; la "personalización en masa", que permite fabricar sólo lo que el consumidor necesita (podemos recibir sólo la parte del diario que estamos interesados en leer); el "funcionamiento inteligente" (la administración automática sobre demanda y disponibilidad de todos los suministros, desde el agua para riego hasta el aire acondicionado) y la "transformación suave" (recuperar virtudes del pasado con la tecnología del futuro), como la ciudad peatonal o los alimentos locales.
La aldea electrónica de la sociedad de la información que había anunciado Alvin Toffler representa esa esperanza en un progreso peligrosamente amenazado por el acelerado estrechamiento de los límites del planeta y su estabilidad. Un progreso que no estaría dado por la expansión y la cantidad de la producción que alimentó el todavía dominante paradigma de productividad, sino por una precisión de la información que permitiría administrar mejor los recursos, racionalizando tanto la producción como el consumo para dar paso al emergente paradigma de sustentabilidad.
Si aceptáramos compartir su optimismo, los avances tecnológicos nos conducirían a un nuevo predominio de lo cultural y un eventual resurgimiento de lo público en un nuevo espacio de aparición. A la posibilidad de un nuevo igualitarismo basado en el libre acceso a la información.
Pero los cambios que anunció Mitchell no serían indoloros. Su libro e-topía (MIT, 1999) comienza con un réquiem para la ciudad, para el libro de papel, para el hogar que reunía a la familia y muchas de las cosas a las que atábamos nuestra existencia. "La ciudad tal como la conocemos ya no existe, los bits la han matado", nos decía, anticipándonos una disociación entre civitas y urbe, comunidad y lugar, para proponernos la invención de nuevas ágoras virtuales. Entre los peligros de una ciudad dual, estratificada en compartimentos socialmente estancos, sobre la que nos alertara Manuel Castells en 1996, y la promesa de una democratización de lo público enunciada en el nuevo acceso a la información que permiten las redes, Mitchell fue cauto. La e-topía que anuncia es algo a lo que podemos aspirar, pero para cuya virtud sería necesario comprometer nuestra inteligencia e imaginación, incluso más que nuestra voluntad.
© La Nacion
El autor es doctor en Arquitectura y profesor en la Universidad de Palermo.
- 23 de julio, 2015
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