Chile: Argentina entre nosotros
La mejor manera de conocer una sociedad es comparándola. Como lo hizo el francés Alexis de Tocqueville en su "Democracia en América", la célebre crónica sobre su viaje por los Estados Unidos en 1831.
Ella contiene las más brillantes observaciones acerca de los valores, ideas y comportamientos de los estadounidenses. Como eso de que "el espíritu americano se aleja de las ideas generales" y que, a diferencia de los europeos, "dan al mundo ejemplos antes que lecciones". O que "las pasiones que agitan más profundamente a los americanos son las pasiones comerciales y no las pasiones políticas; o, mejor aún, ellos transportan hacia la política los hábitos de los negocios", lo cual es exactamente opuesto al caso de los europeos. O que en Estados Unidos el ciudadano "busca enriquecerse en el comercio y la industria", en circunstancias de que al europeo "la primera idea que se le presenta es la de obtener un empleo público".
Estas y otras clásicas anotaciones de Tocqueville sobre el "excepcionalismo americano" han servido para iluminar la evolución también de otras sociedades. Es lo que intenté, con la modestia del caso, en mi libro "Crónica de viaje", donde analizo la transformación de la sociedad chilena en los últimos 30 años como un viaje desde el "mundo europeo" al "mundo estadounidense".
Pero, comparándose, uno no sólo conoce; también constituye su propia identidad. No se trata de ser un Tocqueville, pero cada uno de nosotros, ordinariamente, realiza el mismo ejercicio de comparación para comprenderse y afirmarse mejor, sea como persona, como familia o como ciudadano de un país.
Si nos quedamos sólo en este último plano, entre los chilenos la comparación natural es con los argentinos. Hasta hace poco, cuando nos cotejábamos con ellos, nos sentíamos apocados, porque ellos parecían "que se las sabían todas", y si no, las inventaban. Los veíamos prepotentes, exagerados, grandilocuentes, en comparación con nuestra modestia, sobriedad y reserva. Nos llamaban la atención su individualismo y arbitrariedad, en oposición a nuestro apego a las normas y a las instituciones. Veíamos que ellos ponían en el fútbol la pasión que nosotros destinábamos a la política; un fútbol, por lo demás, lleno de fuerza, brillo e individualidades, en relación con el chileno, que lo más que podía era mostrar orden, táctica y juego colectivo. Su política era personalista, con líderes a los que les dan un carácter mesiánico, como Perón y Evita, mientras la chilena era una política más ideológica, programática y organizada.
No hay que ser un Tocqueville para notar que lo que caracteriza la evolución de Chile en los últimos meses es su "argentinización". Se nos pegó su suficiencia, al punto de que somos nosotros los que ahora miramos al resto del mundo -y a los mismos argentinos- por debajo del hombro. También su pasión por el fútbol, cuyos conflictos nos provocan hoy más desvelos que la política. Hemos adquirido su costumbre de depositar en ciertos líderes capacidades casi divinas, como lo hemos hecho con Bielsa, transformado en algo así como un Maradona en versión sanitizada.
La grandilocuencia y la gesticulación se han tomado las más altas esferas del poder político, dejando de lado la severidad republicana de antaño. El debate político desaparece o se trivializa ante la fanfarria, las denuncias y los escándalos, y la congruencia ideológica es depositada en el museo del olvido. En fin, quizás hemos logrado lo que en nuestro fuero interno siempre hemos querido, aunque lo negásemos: creernos más argentinos que los propios argentinos.
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