Yo, tú, ellos, nosotros, todos discriminamos (I)
Se lee cada cosa pintoresca en los diarios nacionales. Una nota publicada el miércoles en un matutino hacía referencia a la “denuncia” de un tal Consejo Nacional de Restauración de la Espiritualidad Maya, sobre “la discriminación que sufren los pueblos indígenas en el Estado, y que se refleja en la falta de voluntad del Congreso para aprobar leyes que beneficien a esa población”.
Proseguía el texto citando a un señor llamado Pedro Ixcop, quien afirma que ocho iniciativas de ley se encuentran “estancadas” por “la prevalencia de la exclusión de los pueblos indígenas”. Entre ellas, la ley de consultas a los pueblos indígenas, la de lugares sagrados, la de generalización de la educación bilingüe, la de jurisdicción indígena, reformas a la ley de consejos de desarrollo, ley general de pueblos indígenas y una normativa referente a un programa de resarcimiento. Qué amasijo. Para desenmarañar tamaño revoltijo me he dado a la tarea de leer cada iniciativa y, en las próximas semanas, las comentaré en este espacio.
Hoy quiero referirme a un concepto que suscita mucha confusión y exabruptos emocionales: el de “discriminación”. Porque el batiburrillo que se traen los diputados con las iniciativas mencionadas es un puro reflejo de la mescolanza mental de quienes los eligieron: la palabra discriminación es equiparada por la mayoría de guatemaltecos con racismo, mezquindad, odio y demás.
Es conveniente que nos aclaremos. Discriminar, en realidad, consiste en elegir. Eso significa que todos discriminamos todo el tiempo: si escogemos cursar una carrera en ciencias sociales, discriminamos las carreras en ciencias exactas. Si elige usted una pareja debe discriminar a todas las demás personas con quienes pudo haber hecho par o contraído matrimonio. Es más, su cónyuge seguramente le exigirá (y usted le exigirá a él o a ella) una continua discriminación a su favor y en contra de terceros. Obligación de fidelidad le llaman a eso, pero es un mero ejercicio de discriminación. Y está bien. Porque, en vista de que nuestra existencia implica una sucesión de escogencias, la vida se nos va discriminando.
La discriminación consiste en establecer y apegarse a criterios de elección, y sería imposible pasar por este mundo sin ejercerla. Por eso es muy tonto pretender eliminarla por decreto. ¿No se establecen acaso criterios electivos en prácticamente todas las actividades cotidianas? De edad, de sexo, de condición física, de formación en tal o cual ámbito profesional, de capacidades y habilidades determinadas, de ciertas disposiciones o circunstancias, y así. Intente entrar al cine con sus hijas de seis y cuatro años a ver una película apta solo para adultos: discriminarán a las niñas. Lo mismo sucederá con usted si es hombre y pretende usar el baño de mujeres de un sitio público.
¡Ah!, pero esos criterios —ineludibles al vivir en sociedad— no son lo mismo que discriminación étnica, dirá usted. Sin embargo, todos tendemos a discriminar por motivos étnicos. Ignoro si el INE tiene alguna categoría en la que se establezca el número de guatemaltecos casados con personas de etnias distintas a la propia, pero me atrevo a afirmar que éstos constituyen una exigua minoría. Es un hecho que la gente suele emparejarse dentro de su grupo étnico. Discriminan, en suma. Todos discriminamos.
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