Envidia socialista
La envidia es tan inmemorial como el hombre. Trastoca virtudes, principios y valores al evidenciar perversas pasiones que rayan con el resentimiento. Tan ruin es su carácter, que el catolicismo considera la envidia entre los 7 pecados capitales al considerarla como fuente de otros pecados. De hecho, su realidad afecta al hombre en todo su devenir. No sólo espiritual, sino también material. De ahí que la envidia es la pena de quien, por carecer de algo, pretende obtenerlo a partir de lo que otro tiene induciendo sólo “tristeza o pesar por el bien ajeno” (DRAE; 2001). Tan insidioso es dicho problema que Horacio decía que “el envidioso enflaquece al ver la opulencia del prójimo”.
En política, la envidia igualmente incita serias desavenencias entre quienes apuestan al poder mediante mecanismos engañosos. Tanto, que un envidioso no perdona el mérito de otro, pues reconocerlo es para él un acto de traición a la condición de despotismo que domina su ideología. Sobre todo, cuando en nombre de consideraciones supuestamente revolucionarias e históricas, pretenden acometerse proyectos de gobierno que sustituyen libertades democráticas por carencias y restricciones. Todas ellas administradas por criterios elaborados según modelos políticos tan vetustos como el socialismo. Más, cuando su esencia es irreconciliable con pautas de desarrollo económico y social.
De ello estaba convencido Winston Churchill cuando dijo que el socialismo “es la filosofía del fracaso, el credo a la ignorancia y la prédica a la envidia”. Y no podría ser distinto cuando sus estamentos se construyen sobre la distribución igualitaria de la miseria donde la envidia luce como instrumento de lucha política que destierra de toda estimación del hombre su valor espiritual. De eso se sirve la envidia socialista.
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