Independencia y persona
Hoy 15 de septiembre, Guatemala celebra 189 años de independencia del poder colonial. Otros países latinoamericanos, como México, arriban al bicentenario de su independencia. Este significativo hito tiende a invitar una introspección negativa: nos lamentamos haber sido conquistados por España y haber heredado y conservado sus costumbres, idioma, leyes e instituciones. O haber sido destino para los hermanos Alvarado, y no para Pizarro. A veces se nos cruza por la mente que estaríamos mejor si jamás hubiese atrancado en nuestras playas un galeón, o si hubiesen llegado primero los daneses, los chinos o los extraterrestres. Incluso nos damos el lujo de imaginar cómo sería nuestra historia si Guatemala estuviera ubicada en otra parte del mundo: quizá más próxima al Polo Sur, más lejos de Estados Unidos y hasta de los mosquitos, portadores de enfermedades capaces de diezmar poblaciones enteras.
En el fondo, sabemos que la actitud de víctima es un callejón sin salida. La problemática del momento es ya lo suficientemente grave como para que la enredemos todavía más con elucubraciones vanas. Casi dos siglos transcurridos debería darnos la distancia y perspectiva para rescatar del pasado algunos cimientos positivos de cara al futuro.
Un tesoro que nos legaron nuestros antepasados es intangible. Una idea revolucionaria: la noción de que los seres humanos somos personas investidas de dignidad por el mero hecho de ser personas. Cada vida es única e irrepetible y, en ojos del Creador, querida. Es una idea eminentemente judeo-cristiana que también centra a lo que ahora se llama la cosmología maya. Es en función de esta inherente dignidad personal que derivan ciertos derechos que anteceden la creación del Estado y son inalienables. Los filósofos católicos de la Escuela de Salamanca escribieron con lucidez sobre la persona libre y de sus derechos, años antes de que lo hicieran los autores de la ilustración escocesa. Fray Bartolomé de las Casas, el Obispo Francisco Marroquín y otros valientes antepasados hicieron vida esta idea y la lucharon, exhortando a sus congéneres a tratar con respeto a todas las personas a su alrededor. Quizás estos Quijotes fueron la minoría, pero tenían las herramientas intelectuales y morales para hacer valer su caso. Sus palabras resuenan en nuestros oídos hasta nuestros días.
Pensar en términos de persona y no de conglomerados es atinado. Nos permite identificar el valor de cada vida en su singularidad, y de qué condiciones requiere cada cual para conducirse dignamente en sociedad. De ahí que se aterrice en los derechos básicos a la libertad, la vida y la propiedad. Identificamos violaciones a los derechos en su justa medida, por cuanto hieren a un ser concreto, sin importar su clase, raza, práctica religiosa, y más. En fin, el maltrato de unas personas por otras data de las primeras civilizaciones y no está necesariamente ligada a raza, sistemas económicos de dominación u otras construcciones que han servido para encorsetar la conquista y la era colonial.
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