Guerra mundial del balón
Después de la inauguración del Mundial de Fútbol 2010, los colores, cantitos, deseos de paz y unión, comenzó otra etapa. Digamos, más auténtica. Escuché al pasar que una señora desde su puesto del Mercado 4, mientras perdía Alemania, dijo: “Yo quiero que caigan todos los grandes y queden los chicos”. En otra época, por ese comentario, la hubieran llevado presa sin que pueda decir que solo hablaba de fútbol. Por suerte todavía vivimos en democracia.
“Los países europeos decepcionan”, titularon varios diarios del mundo. El DT de Serbia tras la victoria ante Alemania dijo emocionado: “Este equipo es la imagen de nuestro pueblo”. Fueron palabras salidas del corazón de su historia, allá tal vez, en el cruce fatal de ciertas naciones que desencadenaron la Primera Guerra Mundial.
En este encuentro deportivo flamean las banderas de 32 países de los 200 o más que existen. Faltaron unos cuántos, ¿vale igual llamarlo Mundial? Pero dejemos ese dato y centrémonos en los países que están presentes.
Se canta el himno, los jugadores se ponen serios, visten los colores patrios y su pueblo, lógicamente, se emociona. Por 90 minutos todo un país es un solo equipo. Después, cuando se gana, empata o pierde, fluyen las emociones y aparecen los trapitos sucios de un país y del otro.
El Mundial también es un espacio para que algunos países tomen revancha de las injusticias, invasiones, odios, complejos, prejuicios, guerras sufridas. Puede haber combinaciones explosivas. Imagine nomás un “EE.UU.–Japón”. Todos los países tenemos también nuestras grandes cicatrices políticas, económicas, sociales, culturales que quizás nunca desaparecerán. Tristemente un “Argentina–Inglaterra” es hoy mucho más que un partido de fútbol.
Cuando no lo decimos, pero con el alma queremos que un país pierda o gane, alguna razón existe. Libre tiro de sentimientos: ignorancia, envidia, tal vez lo que entendemos por justicia. Las rivalidades ventilan antiguas antipatías para buen material de los periodistas deportivos que se encargan de exagerar, porque como dicen ellos, la pasión lo impone.
Y tanta pasión surge que las peleas no excluyen a compatriotas. Tras una discusión con su DT (Domenech), el francés Anelka no quiso disculparse públicamente y fue despedido de la selección francesa. Anelka devolvió potentemente la pelota: “Fue una discusión en el vestuario, no tuvo que salir de ahí. Entre nosotros hay un traidor”.
En casa tenemos lo nuestro, sabemos las opiniones dispares que generó la presurosa nacionalización de Lucas Barrios y las últimas declaraciones de Santana. En mi comentario anterior un participante sinceramente me escribía: “El peor enemigo de un paraguayo es otro paraguayo”. Ahí sí que se enreda más esto del nacionalismo.
El campeonato de fútbol es también un encuentro de las viejas deudas. Esos trapitos que teníamos arrollados hace tiempo en nuestro sentir. ¡Cómo da gusto festejar el triunfo de tu equipo y, aunque no sea lo correcto, saborear la caída del que no queremos!
Las ciudades griegas de Esparta y Atenas no se enfrentaron solo en la Guerra del Peloponeso, también en los Juegos Olímpicos, donde demostraban quién tenía más destreza física, valores éticos y religiosos.
Lejos estamos hoy todos los países de tales fines.
¿Y qué será lo que nosotros, desde nuestra identidad, buscamos demostrar?
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