Argentina, doscientos años después
Aunque parezca innecesario, debemos empezar por aclarar que contra lo que muchos suponen, el próximo 25 de Mayo no se festeja el bicentenario de la independencia argentina. Ni su nacimiento. Apenas si podriamos hablar de su concepción.
En aquella fecha ocurrió un acontecimiento principal del proceso de la independencia argentina. Pero la Revolución de Mayo no fue ni el primero ni el último de los hechos que nos permitieron llegar al 16 de Julio de 1816, fecha de nuestra Declaración de Independencia.
Determinar si la Revolución de Mayo es el más relevante de los hechos de aquel proceso o no, lo dejo a los que saben: los historiadores (si pensó que iba a nombrar a los periodistas o a los políticos, lamento haberlo defraudado). Pero hoy es tan común escuchar esta confusión en los dichos de la gente (no sólo la más joven), que me pareció que ameritaba la aclaración.
La Economía
En el Virreinato del Rio de la Plata (desde 1776), la actividad principal era el contrabando. Los principales ingresos, provenían de los impuestos y tasas que cobraba la Aduana. O sea, que desde antes del comienzo de nuestra historia, ya existía una contradicción entre nuestra economía formal y la real.
Paradójicamente, ya desde entonces los habitantes de estos lares, desconocían los principios más básicos de la economía (o actuaban como si así fuera). En mercados normales, la demanda es función del precio. Esto es, a mayor precio, menor demanda.
Pero cuando se introducen distorsiones como por ejemplo, la pretensión que sólo los barcos españoles pudieran desembarcar en el Puerto de Buenos Aires y además, debían vender la totalidad de sus mercancías a la Aduana quien se convertía en un único mercado concentrador y por ende en el fijador de precios, la consecuencia imposible de evitar era el contrabando. Y la pérdida de recaudación por parte de la Aduana.
Esta lección, no sólo la volvimos a aplicar de manera recurrente a lo largo de nuestra historia en nombre de la defensa de la industria nacional (en realidad de los industriales prebendarios a costa de la gente), llegando al caso monstruoso del IAPI peronista, sino que hoy el estado pretende llegar tan lejos como le sea posible en su emulación.
Hacia 1810, la participación de lo que sería después la Argentina en el comercio internacional (importaciones + exportaciones respecto del total global) era del 0.24%. En el Centenario, ese porcentaje había subido hasta el 16.3%. En el Bicentenario, aun considerando que el precio de los commodities de origen agropecuario que explican más de un tercio de las exportaciones se encuentran en el máximo histórico a precios constantes, hemos vuelto a una participación menor al 1%.
En 1810, el PBI per cápita nuestro era equivalente a los de España e Italia. En el Centenario, era 110% mayor (más del doble) que el de España y un 80% mayor que el de Italia. En el Bicentenario, tenemos el 52% que el PBI per cápita español y 39% del italiano. Y ambas economías europeas distan de ser las que han tenido el desarrollo más brillante de los últimos 200 años.
En la comparación de productividad desde 1915 al 2005, Argentina apenas triplicó el valor agregado por ocupado, cuando gracias al avance de la tecnología, la media mundial se incrementó 16 veces. Sin olvidar que en esa media no sólo está la Argentina, sino países con índices perores que el nuestro. Como consecuencia de esto, el salario real del obrero industrial, apenas se incremento en un 25% en igual periodo, contra incrementos superiores al 1.000% de los países que hoy son centrales, pero que hace un siglo atrás, soñaban con acercarse a nosotros y aun así, lo veían como utópico.
Desde 1980 al 2006 (fecha en que las distorsiones estadísticas comienzan a ser mayores a las históricas), el nivel de desempleo en la Argentina se quintuplicó en términos de la población económicamente activa. Igual incremento sufrió el porcentaje de la población (total no sólo activa) que se encuentra bajo la línea de pobreza y se cuadruplicó el porcentaje de la población -total- indigente.
Finalmente, podemos verificar una correlación inversa entre estos indicadores socio-económicos y los niveles de apertura económica, pudiendo expresar sin temor a equivocarnos, que cuanto más se cerró la economía, peor dieron los indicadores.
Las instituciones
De manera análoga, la evolución de las instituciones se puede graficar con una curva correlativa con la de la economía. Lo cual no debería ser una sorpresa para nadie.
A partir de la revolución de mayo, fecha en que se destituye al virrey y se constituye la primera autoridad revolucionaria, se inicia un periodo de búsqueda de mejores instituciones. La Asamblea del 13, la Declaración de Independencia y las constituciones del 19 y del 26 fueron intentos reales. La guerra civil y Rosas son el piso institucional y representan la pérdida de la primera mitad del siglo XIX.
A partir de la segunda batalla de Cepeda (1859) y Pavón (1861) y la consiguiente entrada en vigencia de la constitución liberal de Alberdi, Argentina comienza una empinada tendencia de crecimiento y consolidación.
Como consecuencia de esto, esta nueva nación se convierte en un imán de inmigrantes e inversiones, produciendo uno de los procesos de crecimiento y acumulación de riqueza más trascendentes de la historia mundial, atento el cortísimo plazo en el que un desierto árido con escasa población e inculta y sin profesiones ni mercados, se convierte en el icono al que nadie podía reconocer.
En apenas 50 años, cuando fue el Centenario, nuestro país se había convertido en el granero del mundo, tenía la mejor red de ferrocarriles y su elite era reconocida en el mundo, como parte de la elite mundial. Sus pobladores tenían el más alto nivel de alfabetización de América Latina y estaba dentro de los primeros cinco del mundo. Los inmigrantes dejaban todo con tal de poder traer a sus hijos a vivir y educarse en la Argentina, que aseguraba la movilidad social y económica ascendente. Y el sistema de Salud Pública era de tal calidad, que fue modelo durante décadas y ejemplo a seguir en el mundo.
El sistema institucional era robusto y previsible, aunque la democracia no era total. Pero en el mundo finisecular del XIX, eso no sólo era aceptable, sino que se reconocía que difícilmente se hubiera alcanzado ese status quo, con otro sistema.
La Ley Sáenz Peña (1912) busca mejorar esto y en 1916 asume el primer presidente votado realmente de forma popular. Era Argentina potencia. Y era popular y democrática.
En el siguiente siglo, logramos algo aun más difícil de alcanzar. Si el éxito del Centenario era improbable de pronosticar en tiempos de la Revolución, el fracaso del Bicentenario era considerado imposible un siglo despues. Pero nuevamente hemos vencido las estadísticas.
La demagogia y el populismo son causas. La corrupción efecto. Y causa del efecto final: la cultura prebendaría y parasitaria, de la dádiva y del caudillismo. El mismo que en la primera batalla de Cepeda (1820) marcó el comienzo de nuestra peor declinación.
Esto produce un Congreso servil, una Justicia temerosa y amiga del poder y un presidencialismo orientado a su propio enriquecimiento, repartiendo algunas porciones con los amigos y quitando vía inflación, impuestos desmedidos e imprevisibilidad jurídica la propiedad al resto de los connacionales. El estatismo es la receta. Lo argentinos la excusa y las victimas.
Si no fuera por sus nefastas consecuencias, casi seria cómico escuchar que los que se dicen progresistas (será por su progreso personal), que se embanderan con las necesidades de los que menos tienen, les roban a estos todos los días no sólo lo poco que les queda, sino cualquier esperanza de un futuro mejor. Al menos ya no para ellos pero al menos para sus hijos.
Más triste es ver cómo estos votan a aquellos, ya no por convicción sino por la ilusión que algún día les toque algún cargo que les permita tomar al menos algunas migas de la mesa del banquete, al que saben, jamás serán invitados. Mientras, se conforman con un choripan y una gaseosa.
Conclusión
Queda para los sicólogos el solucionar los problemas de ego tanto de economistas como de los políticos cuando se defina si la economía define la política o es al revés.
Para el resto, lo que nos queda claro es que sin importar el orden, ambas deben ser modificadas y seguramente, de manera simultánea.
La duda que tengo y que jamás podré resolver, es si en el Tricentenario podremos ser una nación normal (ya no sueño con aquel lugar relativo del Centenario) o si acaso debamos pensar en emigrar a Eritrea. Si nos dejan sus pobladores.
Pero a lo mejor, para el Bicentenario de la Independencia podamos haber visto un cambio de tendencia. O no.
Feliz 25 de mayo.
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