Una audaz pelea contra la historia norteamericana
WASHINGTON.- Pocas veces en la historia, el gobierno, ese mastodonte torpe y desacreditado, logra concretar con un solo trazo de la pluma presidencial una acción que afecta la vida de todos al mismo tiempo. Uno de esos momentos parece estar a punto de ocurrir.
Después de un año de acaloradas discusiones, décadas de fracasos y un siglo de esperanzas frustradas, Estados Unidos se encamina a un nuevo sistema de cobertura médica, extensivo a casi todos los ciudadanos. El cambio en ciernes transformará una sexta parte de la economía del país y sacudirá los cimientos del statu quo.
Para los progresistas más radicalizados, el plan de salud de Obama es una sombra de lo que debió ser. Para los altisonantes adversarios derechistas, representa una pavorosa expansión del Estado sobreprotector.
La historia seguramente lo juzgará como una de las medidas más osadas que un presidente y el Congreso hayan incorporado al panteón de las políticas de Estado, sólo equiparable con las pensiones federales garantizadas de la seguridad social, la medicina socializada para los ancianos e indigentes, y los avances en derechos civiles.
Según parece, el cambio está cerca, pero será gradual. La cobertura más amplia, que alcanzará a 30 millones de personas, sólo se concretará dentro de cuatro años.
El 30 de junio de 1966, después de una titánica lucha que un año antes había sido coronada con la aprobación de una ley, el presidente Lyndon B. Johnson lanzó el seguro de salud estatal para la tercera edad con tres simples palabras: "Medicare empieza mañana". Por el contrario, para explicarle a la gente los actuales cambios Obama necesitaría prácticamente una hoja de cálculo.
Sin embargo, Obama y Johnson compartirán una misma distinción: la de haber sido los únicos dos presidentes que lograron la aprobación de una trascendente ley de salud.
Podemos estar seguros de que Obama es muy consciente del modo en que Johnson supo aprovechar el momento en que Medicare se convirtió en ley. Ocurrió en Independence, Montana, en presencia del primer norteamericano que se inscribió en ese plan de cobertura: Harry Truman. El entonces ex presidente Truman había puesto fin a una guerra mundial, pero no había logrado que durante su mandato se aprobara un plan nacional de salud. "Me alegra haber vivido para ver este día", dijo en ese momento Truman.
Ted Kennedy vivió lo suficiente para ver cómo el objetivo de su vida cobraba forma, pero no lo suficiente para verlo cumplido. Su muerte, en agosto pasado, fue casi como la muerte del plan en sí mismo, ya que un republicano ganó su escaño en el Senado, lo que modificó el equilibrio de la votación y obligó los demócratas a sacar fuerzas de la adversidad.
¿Por qué cuesta tanto? En parte, porque la autodeterminación y la desconfianza en un gobierno central fuerte que se entromete en la vida de las personas forman parte de las raíces fundacionales de la república, y siguen siendo muy fuertes.
En 1854, el presidente Franklin Pierce vetó una ley de salud mental por considerarla inconstitucional, y su argumento fue que la salud era un tema estrictamente privado y que no le incumbía al gobierno.
Unos 70 años más tarde, la Asociación Médica Norteamericana denunció que los intentos de organizar los servicios médicos eran una "incitación a la revolución", proveniente de los "sóviets médicos". Y ni siquiera se trataba de un plan de salud manejado por el gobierno. No es extraño, entonces, que quienes se proponían reformar el sistema de salud se vieran frustrados generación tras generación, aun cuando lograran dejar, a su manera, una profunda impronta en la nación.
Las lecciones
Teddy Roosevelt no lo logró, y su efigie está tallada en el monte Rushmore. Franklin D. Roosevelt reescribió el pacto social con su legislación de seguridad laboral y de retiro, todo bajo el opresivo peso de la Gran Depresión, y luego llevó al país a la guerra. Hizo del seguro nacional de salud una prioridad secundaria, y a él también se le escapó.
De todos modos, la responsabilidad social médica fue en aumento.
En 1930, los ciudadanos pagaban de su bolsillo casi el 80% de los costos médicos del país. El gobierno apenas cubría un 14%, mientras que la industria y la beneficencia se hacían cargo de las migajas restantes. Los seguros de salud apenas figuraban. En la actualidad, los planes nacionales y estaduales cubren la mitad de los costos del cuidado de la salud de todo el país, y se espera que en los próximos dos años sobrepase ese 50%.
¿Por qué tanto temor de que el gobierno se ocupe de la salud? En parte, porque no sólo el individualismo forma parte de la historia norteamericana. La idea de cuidarse unos a otros también está en el tejido de la nación. Además, por mucho que los norteamericanos odien a los gobiernos omnipresentes y los impuestos elevados, basta otorgarles un beneficio para que sea imposible quitárselo. La papa caliente de hoy se convierte rápidamente en el codiciado cheque de mañana.
Esa es una de las razones del crecimiento de los programas gubernamentales y de por qué los demócratas se atreven a impulsar un paquete de medidas impopular a pocos meses de las elecciones legislativas, cuando la gente pide, en cambio, que se ocupen de la generación de empleos.
Obama aprendió todas las lecciones de sus antecesores, entre ellos Bill Clinton, que apuntó alto con su reforma de salud y se estrelló.
Para Obama, un sistema en el que el gobierno es el único que paga las cuentas médicas de todos no era un buen punto de partida. Podía sonar bien ideológicamente y funcionar para otros países, pero no en Estados Unidos. Le hubiese gustado la opción de un plan administrado por el gobierno que compitiese en el mercado, pero no era necesario.
Durante meses, se mantuvo tan apartado del meollo legislativo que era difícil adivinar cuál era su posición. Finalmente, decidió ir más allá de las medidas progresivas que tuvieron éxito en el pasado, pero no tan lejos como las imponentes ideas que fracasaron.
Traducción de Jaime Arrambide
- 23 de julio, 2015
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