Cada cual con sus muertos
SALAMANCA. Prefirió dejarse morir antes que ser tratado como un animal. Solo pedía ser considerado un ser humano y ser considerado lo que hoy se ha dado en llamar “preso de conciencia”, una fórmula “políticamente correcta” para no herir la sensibilidad de las víctimas ni de los victimarios. En términos simples, un preso político.
Orlando Zapata Tamayo, ciudadano cubano, albañil de profesión y 42 años de edad, después de una huelga de hambre de 85 días, murió en el hospital Hermanos Almeijeiras el martes al mediodía. Había sido tras- ladado a este sitio el día anterior cuando su estado era ya irreversible. Ahora el Gobierno puede decir que se había preocupado por su estado de salud. Esto les importa poco a los hermanos Castro, ya que Raúl inmediatamente le echó la culpa a los Estados Unidos.
Orlando Zapata fue detenido en 2003 durante la llamada “Primavera Negra”, en la que la represión se incrementó en la isla. Fue condenado a tres años de prisión por ser disidente. Su resistencia a los malos tratos, su protesta permanente por las palizas que recibía en prisión sin motivo alguno hizo que se multiplicaran los juicios y llegó a acumular una condena de más de 30 años. Solo le quedaba un recurso para abandonar aquel injusto encierro: se declaró en huelga de hambre.
En su editorial del jueves último, el diario “El País” de Madrid (que no es precisamente de derechas) calificó al gobierno de los hermanos Castro como “La dictadura más longeva de América Latina y una de las más liberticidas de la historia del continente”. En general la crítica se ha centrado en la posición del gobierno de Rodríguez Zapatero, que intenta que la Unión Europea abandone su política de “Posición Común” por la que todos los países integrantes de la Unión comparten las sanciones que se mantienen sobre la isla. Zapatero quiere que esas sanciones se “flexibilicen”; es decir, que se observe una política más benigna hacia Cuba. Lo que nadie explica son las razones por las cuales se debe mantener ese gesto de benevolencia hacia un régimen que, a través de cincuenta años, no ha logrado ni una sola conquista, ni social, ni política, ni económica, ni educativa, ni en temas de salud. Solo fracasos. La madre de Orlando Zapata Tamayo, Reina Luisa Tamayo, vive en un pueblito llamado Güira de Banes, en la provincia de Holguín, en el extremo oriental de la isla, a unos quinientos kilómetros de La Habana. Vive en la extrema pobreza, tanto es así que el día que quiso unirse a las Damas de Blanco, mujeres relacionadas con los presos políticos, tuvo que pedirle prestada a una vecina una blusa blanca porque ella no tenía ninguna. ¿Entonces en Cuba hay pobres? ¿No decían acaso que todos estos sacrificios que pide constantemente el Gobierno eran para lograr que no hubiera pobres en la isla?
Pero hay más. El mismo día en que la prensa local publicaba la noticia de la muerte de Orlando Zapata Tamayo, en página doble, aparecía también una gran fotografía de Luiz Inácio Lula da Silva entre Raúl y Fidel Castro, abrazándose los tres. Fue nada más verle y sentir vergüenza, con una mezcla de rabia y decepción. El carismático Lula da Silva, el marcado como el político capaz de abrir nuevos caminos para América Latina, se mostraba más preocupado por las obras del puerto de Mariel donde Brasil tiene invertidos unos doscientos millones de dólares.
Es cierto que en las grandes confrontaciones –y estamos en una de ellas: dos maneras de pensar, dos maneras de actuar, dos maneras de creer, dos maneras de diseñar una nueva sociedad– cada bando llora a sus propios muertos. Pero si de esta forma actúan y reaccionan quienes nos proponen una nueva organización de nuestras relaciones, nada queda de esperanza. Hoy, lo único cierto es que ha muerto un hombre luchando por la libertad, por exigir un trato digno, acorde con su condición de ser humano. De ahora en adelante, el pequeño pueblo cubano, de 35.000 habitantes, de Güira de Banes, en la provincia de Holguín, tendrá un motivo de orgullo por haber nacido allí un hombre dispuesto a luchar hasta morir por la libertad. Y también un motivo de vergüenza: de haber sido la cuna del tirano Fulgencio Batista, el mismo que fue derrocado por Fidel Castro. Extraña paradoja.
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