Invicto Mandela
El País, Montevideo
Es difícil hallar un régimen más racista que el de los boers holandeses en Sudáfrica. Un régimen que legalizó el vilipendio de una raza cuyos miembros fueron tratados como cosas, no como personas, y que hace 20 años exactos empezó a desplomarse. En febrero de 1990, el "apartheid" entre razas impuesto por el colonizador europeo, inició su tránsito hacia el basurero de la Historia cuando Nelson Mandela salió en libertad tras 27 años de prisión.
Su llegada a la presidencia de Sudáfrica, cuatro años después, con el voto de más del 60% de los sudafricanos, abrió una transición que Mandela guió sin rencor ni revanchas. Su ánimo conciliador, los puentes que tendió entre víctimas y victimarios, es decir, entre negros y blancos, fueron decisivos para instalar en el país una democracia multirracial y estable. Esa conducta le valió el aprecio de todos, incluidos sus antiguos enemigos, y hasta le aportó un Premio Nobel de la Paz, compartido con Frederick De Klerk, su antecesor en el sillón presidencial, el político blanco que decretó su liberación y luego fue su vicepresidente.
El primer elogio a las dotes políticas de Mandela lo oyó quien esto escribe de labios del propio De Klerk, en una visita que este político sudafricano, hijo de una familia de hugonotes holandeses, boer y "afrikaner" hasta los tuétanos, hizo a Montevideo en 1994. En un almuerzo en el palacio Taranco, De Klerk describió ante un puñado de uruguayos, la forma en que él y Mandela coordinaron esfuerzos para democratizar el país, evitar brotes de violencia e integrar a blancos y negros en una sociedad partida en dos.
Fue, además, la primera vez que por estas latitudes alguien mencionó al rugby como parte de una política de Estado. En efecto, De Klerk explicó que Mandela se había convertido en seguidor de la selección nacional de rugby, admirada por los boers y despreciada por los negros. Es que el primer presidente negro de Sudáfrica supo captar la aptitud integradora de aquel deporte tan popular entre los blancos en vísperas de 1995, año en que su país sería la sede del torneo mundial de rugby.
La forma en que Mandela utilizó el rugby y ese torneo -que finalmente ganó Sudáfrica contra todos los pronósticos- es el tema de un film, "Invictus", que en estos días se exhibe en nuestro país. Su política pacificadora, por supuesto, iba mucho más allá de ese juego, pero Mandela sabía que si la mayoritaria población negra apoyaba a la selección y vibraba junto a los blancos, el éxito desencadenaría uno de esos raros momentos de unidad nacional que los grandes triunfos deportivos pueden provocar.
Hoy, anciano y retirado, Mandela es objeto de admiración no sólo por su condición de indomable luchador, sino por su carácter magnánimo. Así, como aquella imbatida selección de rugby, Mandela llega invicto al final de su carrera convertido en un ícono viviente, un fiel reflejo de aquel poema -el "Invictus", de Henley- que lo ayudó a resistir en la cárcel de la isla Robben.
Es el poema que inspiró a sus rugbistas en donde el protagonista afirma su voluntad de ser un hombre "dueño de su destino, capitán de su alma". Como Mandela.
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