Literatura e ideología: Houellebecq y el liberalismo
Michel Houellebecq es uno de los escritores franceses contemporáneos más leídos y más polémicos: su corrosiva obra maestra Las partículas elementales, y su precedente, y no menos hiriente, Ampliación del campo de batalla, han sido etiquetadas felizmente de “elaboración –crítica- de una teoría completa del liberalismo, ya sea económico o sexual”. Antes de criticar esta afirmación, quisiera hacer algunas aclaraciones importantes sobre la relación entre literatura e ideología.
La literatura –en concreto la narrativa y aún más en concreto la novela- es de una naturaleza completamente distinta a la de la ideología o la discusión/posición política; y sin embargo, muy a menudo se mezclan y se confunden (así, se tacha a autores de “rojos”, “utópicos”, “libertarios”, etc.). ¿Cuál es la diferencia y por qué en la práctica sus límites se confunden?
El propósito de la novela moderna, desde su mismo nacimiento como tal, es el de narrar, captar, aprehender la vida: su funcionamiento, su relojería. Dice Fielding, al respecto de su Tom Jones: “El alimento que proponemos aquí a nuestro lector no es otro que la naturaleza humana”. Y dice Kundera: “es un acto de conocimiento”. Porque hay “algo que sólo la novela puede decir”, aunque lo dice sin método, por mucho que haya “novelas pensantes”. “La reflexión novelesca, tal y como la introdujeron Broch y Musil en la estética de la novela moderna, no tiene nada que ver con la de un científico o la de un filósofo; diría que es incluso intencionadamente afilosófica, incluso antifilosófica, es decir, ferozmente independiente de todo sistema de ideas preconcebidas; no juzga, no proclama verdades; se interroga, se sorprende, sondea.”
En otras palabras, la novela describe, pregunta y es comprensiva en el nivel micro, pero no suele derivar de él teorías macro (porque es un campo minado para la ironía y el escepticismo): su método y su objeto no están sujetos al juego de las refutaciones (de cosmovisiones), sino al juego de las representaciones (del mundo). En cierto modo, la narrativa es muy ambiciosa (dice Kundera que el principal tema es el “enigma existencial”, siempre desde la observación y la pregunta, minimizándose las certezas), pero sabe autocontrolarse: de lo contrario, quedaría en ridículo.
Por el contrario, la ideología sí incorpora un filtro macro: tanto de lo que es el mundo, como de lo que debería ser: y ambas parcelas, el ser y el deber ser, quieren ser científicas, serias, contrastables, competitivas y comparables. La ideología también quiere conocer, sí, pero si acaso encuentra dificultades o contradicciones las somete en aras de conservarse: todo puede tener sentido si se interpreta ideológicamente. En otras palabras: no hay manera de conocer directamente el mundo: la literatura se recrea en este límite y ofrece una de cal y otra de arena, mientras que la ideología ignora este límite, sortea mal que bien los problemas epistemológicos, y se lanza al dogma.
Por lo tanto, en teoría, literatura e ideología no deberían nunca cruzarse. Pero lo hacen. ¡Y continuamente! En realidad hay muy pocos novelistas que se hayan restringido (aunque sea una tarea importantísima) a las escenas interiores, a la comprensión íntima de los personajes (siendo el ejemplo paradigmático Gustave Flaubert): la mayoría sí tienen un filtro ideológico por el cual pasan los acontecimientos y los interpretan. Nuestra querida Ayn Rand estaría en este caso, y aún habría ido más lejos: ella renuncia al realismo clásico y se clava en el deber ser: no en vano sus héroes son normativos y desiderativos, tal y como ella admitió (En The goal of my writting dice “Soy Romántica en el sentido de que presento al hombre como debería ser. Soy Realista en el sentido de que lo sitúo aquí y ahora, en este mundo"; “El novelista debe descubrir el potencial, la mina de oro, del alma del hombre, debe extraer el oro y entonces crear una corona tan magnífica como su habilidad y su visión se lo permitan”).
Pero insisto: por mucho que se mezclen literatura e ideología, hay que tener clara la diferencia y detectar ambos componentes en una misma obra. Por eso, resulta del todo desatinado cuando se recomienda, “para saber lo que era el primer capitalismo” a un buen novelista –en el sentido que he indicado antes- como es Charles Dickens. No, Dickens describe la vida, no articula una teoría diagnóstica y explicativa/científica sobre las causas económicas y sociales del fenómeno, ni pretende mostrarlo todo. Cuando precisamente algo que comparten la ciencia y la ideología es que pretenden trascender el caso concreto empírico para aupar una visión general e integrada.
Una vez aclarada la naturaleza de la relación entre literatura e ideología, pasemos al caso concreto de Houellebecq. Como decimos, la visión fácil y cómoda de Houellebecq es la de un autor furibundamente cabreado con los “efectos” y la “lógica” del liberalismo/capitalismo/competencia, que afecta a todos los aspectos de la vida (además de la de pornógrafo; acusación tan estúpida como la de acusar a un historiador de imperialista, simplemente por dar cuenta de los imperios y las guerras). Es cierto que hay un párrafo –debidamente ultra-publicitado, porque es lo que algunos quieren oír- en Ampliación del campo de batalla, en el que Houellebecq es crítico con algo que denomina liberalismo -pero que en mi opinión es algo muy diferente, como veremos-.
Pero lo que se desprende de sus obras no es una tesis, es una descripción –sumamente aguda- de los basureros de la vida moderna; ni liberal ni no liberal, simplemente contemporánea: la realidad de los incapaces, los frustrados, los impotentes, los silenciosos sufridores de la anafrodisia: los límites del amor, su precariedad temporal y espacial, su difícil supervivencia en la animalidad. Es más, lo contemporáneo es lo de menos: verdaderamente lo que describe es la naturaleza humana como es –cierta parcela acallada-, en contraposición a la naturaleza humana que se nos dice o se nos vende que es o debería ser –porque sólo la felicidad y lo fácil pueden vender-.
Houellebecq es así justo lo contrario a lo políticamente correcto, y que sea considerado como un crítico del liberalismo, y no más bien un crítico del ser humano (con sus momentos de gran ternura y compasión, claro: Houellebecq sí es novelista y por ello maneja bien el holismo descriptivo, necesariamente irónico y trágico), en concreto del ser humano moderno, superficial y sistemáticamente optimista, obviamente anclado en el “mundo feliz” de la socialdemocracia y el Estado del Bienestar, sólo puede ser fruto de una lectura manipuladora o pueril.
Quien piense que es el típico progre está terriblemente equivocado: porque precisamente lo que niega es la posibilidad de un verdadero progreso, dada esta naturaleza humana (ya se sabe con qué tipo de propuestas constructivistas-genetistas culmina la ucrónica Las partículas elementales).
No habla, claro está, del progreso económico o técnico, sino del progreso, por decirlo de alguna manera, cognitivo, personal, íntimo, existencial: que es independiente del régimen político pero que alcanza su máxima contradicción en la post-modernidad, por proclamar ésta, muy alegremente, precisamente lo contrario: la felicidad como derecho positivo, como necesidad a suministrar por todos y para todos, como fenómeno colectivo, total, universal, gratuito y, por supuesto, político.
En el próximo artículo trataré más extensamente este punto de vista, y lo contrapondré a lo que habitualmente se admite como “la tesis de Houellebecq” (y de otros), que yo niego tanto en sí como en relación con la propia obra de Houellebecq: la tesis que vincula liberalismo con individualismo, e individualismo con desintegración social y sentimental.
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