Cristianismo y capitalismo: ¿Cuál respuesta damos al Socialismo del Siglo XXI?
(Véase del mismo autor Biblia y gobierno limitado)
El 9 de noviembre de 1989 cayó el Muro berlinés, y el 25 de diciembre de 1991 el Imperio soviético, cuando se bajó la bandera roja en el Kremlin y se izó la rusa. Pero por llamativos que fueron, esos acontecimientos no marcaron el fin del socialismo, sino sólo de su variedad comunista o marxista-leninista. Y el comienzo no de la restauración del capitalismo –vigente hasta 1914– sino de otra de las mutaciones del socialismo, ahora en varias direcciones a la vez, deslastrados sus partidarios del compromiso de defender ante el mundo una inocultable realidad de altos muros y alambres de púas, cárceles, grises avenidas, viejos carros y largas colas ante mercados vacíos, delaciones, torturas y policías políticas.
El socialismo pudo regresar así otra vez a sus buenos viejos tiempos de “noble ideal”, y “elevado sueño” humanista y futurista, escogiendo para su ardiente defensa a otros “débiles y oprimidos”, no ya del proletariado. Sus enemigos serían los de siempre: la libertad individual, la actividad privada, la familia, el capitalismo, la publicidad, las empresas y el comercio internacional, la razón. Y Dios. Pero esta vez sus causas serían más amplias, abrazando a los “excluidos” –en general, sin muchas precisiones técnicas sobre plusvalía y “explotación”–: sin casa, sin comida, sin empleo, sin seguro social. Y mujeres y víctimas de la violencia de género y en el hogar, indígenas y no-blancos discriminados, homosexuales y lesbianas, consumidores y usuarios en las garras de las empresas, “fumadores de segunda mano” y especies naturales –la diversidad biológica– o sea el planeta entero. La gran empresa no sería expropiadas sino chantajeada a cuenta de la “RSE”. Y en cuanto a la religión, el Nuevo Socialismo revistaría contra las iglesias organizadas, pero no contra el “Jesús histórico” ni la vaga “espiritualidad” Nueva Era.
Sin embargo en 1992, Francis Fukuyama, un desprevenido académico de la renombrada Universidad de Harvard, dijo que había llegado el fin de la historia y la muerte de las ideologías. Y algunos otros universitarios, todavía más desprevenidos, le creyeron.
I. La historia no ha terminado, y las ideologías siguen vivas
“Ideología” es un término despectivo para doctrina, aplicado por Marx a los sistemas de ideas falsas y motivadas por angostos intereses de clase; pero hoy son vocablos más o menos sinónimos, sobre todo en el habla corriente. Como sea, ideologías sobran. A nivel mundial, esa fastidiosa, arrogante y cada vez más tiránica socialdemocracia posmoderna y ecofeminista de la “política correcta” (PC), encarnada por el Presidente Obama y los jefes socialistas de la Unión Europea y la ONU. Entre los musulmanes, esa manipulación del credo religioso con fines terroristas que con mal conocimiento de la fe de Mahoma (y ojeriza hacia la religión en general) llaman “fundamentalismo islámico”. Y en América latina, el retorno al socialismo “cristiano” anti-imperialista y patriotero de los ‘70, ahora en el poder, con sus dosis de PC, indigenismo y Derechos Humanos torcidos, representado por los Presidentes tipo Chávez, casi todos ex guerrilleros inspirados en la “Teología de la Liberación”.
No es novedad; la religión es buen pretexto para cualquier política, y el mejor pretexto para la peor política: la de saquear y mentir, y matar si viene al caso. El socialismo fue “cristiano” mucho antes de ser democrático, fabiano, lassalleano o marxista. Los franciscanos radicales en la Edad Media fueron tan socialistas como los anabaptistas radicales en la Reforma, y citaban los mismos pasajes bíblicos que los posteriores teólogos de la Liberación metralleta en mano. Karl Marx era un ignoto exiliado alemán encerrado en el Museo Británico, a mediados del s. XIX, cuando los más famosos impulsores ingleses del socialismo eran los anglicanos prominentes de la revista “Christian Socialist”: Charles Kingsley, John Ludlow y muchos otros. La fase atea y materialista en la larga historia del socialismo quizá fue sólo un breve paréntesis: entre 1917 y 1989.
El socialismo ya no es una ideología “obrera”, y siguiendo los consejos del italiano Antonio Gramsci, se amolda a la mentalidad de la clase media “ilustrada” de nuestra sociedad posindustrial. Ahora no es doctrina principalmente económica o aún política, es toda una cosmovisión integral u holística, una religión laica hecha de emociones y sentimientos y con fuerte acento moralista. Sus cultores: ecohistéricos, anticonsumistas de la igualdad forzosa y la caridad coactiva, de la “seguridad a todo costo” y del estado-niñera y mamá, militantes de los “pueblos aborígenes”, del feminismo radical y abortista y del homosexualismo, globalofóbicos de las ONGs anti-multinacionales –en especial las mineras y extractivas– estrellas rockeras y de Hollywood, comisarios de propaganda de la CNN y Wikipedia, y derechohumanistas revancheros retrospectivos de los ‘70.
Nos hacen creer que vivimos bajo un sórdido capitalismo hipercompetitivo, consumista por un lado y hambreador por el otro, materialista, individualista y egoísta, que además es machista y patriarcal, prejuicioso y discriminador, y que debemos cambiar o al menos “humanizar”, o en su defecto perecer los humanos y todo el “Ecosistema”. Y que debemos tener menos, en lugar de producir más. Con fanatismo ciego nos imponen a la fuerza sus agendas, sus políticas y su lenguaje. Pero a pesar de que algunas de ellas se contradicen con otras ¡consiguen universal acatamiento!
¿Tienen algún “Manifiesto”? Sí. Vea Ud. las teleseries de Sony, Warner, Universal, etc. Sus guionistas han escogido por unanimidad a cuatro grandes villanos: empresa, propiedad privada, iglesia y familia; las cuatro instituciones privadas por naturaleza. Con pocas excepciones, sus representantes –gerentes y propietarios, clérigos, padres y familiares– lucen en la pantalla como torpes e insensibles egoístas, contaminadores y explotadores, retrógrados ignorantes racistas e hipócritas, maltratadores de mujeres y abusadores de niños. Los héroes son los funcionarios y empleados públicos, a sueldo de sus gobiernos: doctores y enfermeras de hospitales estatales, maestros y profesores de escuelas “públicas”, paramédicos y bomberos, fiscales, policías y sobre todo burócratas de los “servicios sociales” y de las ONGs mundiales, guiados por sentimientos altruistas y no por cálculos egoístas y racionales. Siempre aprovechan para darle su palo a la razón, y su alabanza a las religiones primitivas ocultistas, animistas, espiritistas o panteístas.
Cuando descuidadamente nos hacemos eco de causas “PC” como aquella de la “violencia doméstica”, no pensamos en su agenda oculta: la noción de que el peor enemigo está en el hogar, y que el niño, niña o esposa tiene en el empleado público un mejor cuidador que el padre o marido, porque la familia como institución es obsoleta, y debe sustituirse por las agencias humanitarias estatales. E igual con las “empresas sociales” tipo Muhammad Yunus (Grameen Bank): el mensaje es que ha fracasado la empresa privada capitalista en competencia abierta, y debe ser reemplazada por entes económicos creados por el Estado a su imagen y semejanza. La “responsabilidad social empresarial” (RSE) es el discurso autodenigratorio del empresariado masoquista (en palabras de mi amigo Leopoldo Escobar). Si lo adoptamos los liberales, o si como padres permitimos que el Estado nos sustituya en la educación sexual de nuestros hijos, no estamos siendo consistentes.
Y tras la ecohisteria apenas se disimula un feroz ataque contra el Creador que en el libro de Génesis mandó al hombre multiplicarse, dominar la tierra y ser productivo. Según el credo ambientalista, Dios se equivocó en sus cálculos sobre recursos naturales, producción, polución y población mundial, y su mandato encierra insalvables contradicciones. Muchas iglesias cristianas no lo ven, y recomiendan aceptar sin examen el evangelio según Greenpeace, ¡lo cual hacen incontables cristianos profesantes! Alexis de Tocqueville ya nos había advertido contra una forma insidiosa de autoritarismo totalitario no fácil de identificar, porque no procede de un dictador autocrático o de una oligarquía cerrada, sino de la masa amorfa. No es impuesto de arriba sino de abajo y de los lados, no por una minoría sino por una inmensa mayoría. Vale preguntar si acaso no será este el verdadero socialismo, y el del s. XX nada más que un torpe ensayo fracasado.
II. ¿Qué pasa con el liberalismo clásico?
Que no todos sus portavoces están bien equipados para enfrentar con éxito al socialismo del s. XXI, ganador en los claustros universitarios y asientos del Congreso, la TV, los púlpitos y las elecciones. Los discípulos de Menger, Mises y Hayek o de Milton Friedman parecemos seguir creyendo que el problema de las izquierdas es que “no saben Economía”, y pretendemos enseñarles. “No comprenden que sus políticas hacen más pobres…” les decimos, sin comprender nosotros que más pobres hacen más votos.
No advertimos que tener razón no es suficiente. La ignorancia de estos noveles cruzados es voluntaria, empecinada, y tiene su explicación. ¿Para qué van a aprender otros conocimientos los profesores y los políticos, si con los suyos lo pasan tan bien, con empleos de altos ingresos y viajes, becas y privilegios en la academia, el Congreso, etc? Y peor es con los empresarios, casi todos mercantilistas: ¿para qué competir, si es tan sabroso “consensuar” con el Gobierno por nichos monopólicos, subsidios y rentas, a cambio de apoyo a una “redistribución de la riqueza” no para los pobres sino para los reducidos grupos de políticos y funcionarios estatistas? E igual con las demás profesiones influyentes: periodistas, abogados y médicos, psicólogos, clérigos, etc. ¿Quiénes van a ir contra la corriente general?
Con implacable realismo, la escuela de la Public Choice –liderada por el Premio Nobel James Buchanan– pone al desnudo la hipocresía del juego político, y el voraz egoísmo de la burocracia estatista; de los actuales defensores del mercado libre y la sociedad abierta, sus seguidores son quienes más se acercan al centro del asunto: la cuestión del pecado humano y sus terribles consecuencias.
III. Lo que nos dicen los linchamientos
En las últimas semanas de este año 2009, hubo en Guatemala una serie de linchamientos ocasionados por crímenes como robos, secuestros, violaciones y homicidios. La clase media se escandaliza, pero la venganza privada –muy antigua– ocurre cuando no hay seguridad ni justicia, las dos primeras necesidades del hombre en sociedad, y las dos primeras funciones del Estado, y su justificación y razón de ser. Tenemos venganzas populares porque tenemos gobiernos dedicados casi por entero a “programas sociales” –costosas políticas redistributivas que van desde repartos de alimentos, ropas, medicinas y dinero en efectivo, hasta construcción de viviendas y la enseñanza elemental– y a obtener por la fuerza los cuantiosos recursos para financiarlos. Estos fondos proceden de los ahorros de unos pocos “ricos”, únicos que pueden invertir pero agobiados por la carga tributaria no lo hacen, y por eso tenemos miseria. Y porque nuestros exiguos mercados carecen de suficiente vialidad y obras de infraestructura, tercera y última de las funciones del Estado, un mal necesario para “contener las manifestaciones más groseras del pecado” según Calvino.
En tan serio y espinoso punto nos brinda auxilio la doctrina política cristiana, pero no su imitación falsificada sino la auténtica, la que históricamente prestó su primer fundamento al propósito de limitar el poder. La idea del Gobierno limitado también fue cristiana antes de ser empiricista, racionalista, liberal o utilitarista; y se basó en la visión realista bíblica de la naturaleza humana: por la congénita inclinación del hombre al mal, no conviene que las autoridades civiles se arroguen demasiadas funciones, poderes y recursos. Así pensaron los mejores escolásticos, tanto medievales como católicos y protestantes: que por eso el Gobierno debe ser limitado, el mercado libre, y la Iglesia separada del Estado. Por eso la ciencia económica no comienza con Adam Smith sino con la Escuela de Salamanca, en el s. XVI. Y la doctrina del derecho divino de los reyes –dispuesto ordenado por Dios– es bíblica, pero originalmente no fue enunciada para extender su poder, sino para condicionarlo y contenerlo.
El Nuevo Socialismo es una ofensiva extensa y total por someter a la férula estatal –y de un estatismo mundial– todo lo que sea privado: no sólo el comercio, la propiedad o la economía sino también la educación, la naturaleza, la paternidad, los lazos familiares y sociales, hasta el culto religioso. Es más peligroso, menos detectable y mucho más escalofriante. A los liberales clásicos nos plantea un enorme desafío ideológico al que debemos dar respuesta, y ha de ser la apropiada, de otro modo pereceremos todos bajo su férrea tiranía.
Para los creyentes, esa respuesta pasa por reinsertar el liberalismo clásico en su contexto original: la tradición judeocristiana. Reencontrar sus bases filosóficas, éticas y jurídicas, allende la pura Economía. Y tomar la iniciativa y no la mera resistencia, asumiendo la relegitimación del capitalismo y la familia, de modo inteligente y proactivo –más allá del discurso “anti”– pudiendo en temas divisivos como el de las uniones homosexuales plantear p. ej. una reprivatización del matrimonio, en el marco de la recuperación de los contratos privados como fuente del Derecho. Y extender esa ofensiva desde la academia y el periodismo, llegando a la cultura, el arte y el entretenimiento, y al campo de la religión y las iglesias, y también a la escena política y de los partidos.
IV. Huecos en la línea del frente
Es oportuno. En nuestro lado tenemos debilidades los del liberalismo clásico, encerrados en nuestros “tanques de pensamiento”, más de 100 en Latinoamérica, pero no muy efectivos ante los colectivismos reinantes ahora. Los siguientes fallos quizá deberíamos listar, o al menos considerar con humildad los factores a los cuales apuntan:
1) Minimalismo. Por no decir timidez, o conformismo: nos conformamos con poco. P. ej. exigimos reglas “claras”, no justas. Apostamos al “mal menor”, o al “peor es nada”. En lugar de denunciar las reformas de los ’90 como contrarias al espíritu del libre mercado pese a la retórica, casi que nos contentamos con proponer que nada más se retomen, se extiendan y profundicen.
Pretendemos que los estatistas se eduquen, se “reformen” y adopten nuestras políticas. Porque no tenemos proyecto ni propuesta alternativa al Neosocialismo que se le equipare en magnitud, atractivo e impacto. Preferimos martillar una y mil veces en la crítica de los socialistas, sus decretos y medidas –con poco resultado– antes que tomar la delantera y exponer en pro de nuestras posiciones abiertamente. Disimulamos nuestras convicciones, o de ellas renegamos como avergonzados, pretextando que no son liberales sino de “sentido común”. Queremos ser “pragmáticos” y terminamos en oportunistas, en el peor sentido de la palabra. Con lo cual a la izquierda no engañamos, y al grueso de la opinión confundimos y alienamos.
2) Adoptamos causas dudosas, y perdemos identidad. Por no ser impopulares, comenzamos por hacernos eco del ambientalismo y “contra la violencia doméstica” sin plena conciencia de sus implicaciones. O contra la corrupción, causa engañosa con promesa imposible: un estatismo sin corrupción. Con Estado extendido la corrupción es inevitable, y cuanto más expandido, mayor. Incluso la habría bajo un Gobierno limitado, aunque limitada, a las contrataciones, y tratable por sus remedios propios, los judiciales.
Sin embargo la lucha por la “transparencia” brinda al Neosocialismo un ancho espacio de maniobra y reclutamiento que aprovecha, entre otros fines para sustituir cada tanto a sus líderes gastados y desacreditados por otros más frescos. Además conecta el sentimiento anti corrupción con la fobia antipartido y antipolítica, a la cual nos sumamos sin ver el objetivo perseguido: la estatización de los partidos y las campañas electorales, con reglamentos y controles a cambio de subsidios, que nos quitan a los particulares la posibilidad de medios políticos privados para nuestras causas.
Estos errores nos quitan identidad. No queremos lucir como “de derechas” y renegamos de nuestra calificación como tales, a diferencia de las izquierdas, que por lo general no hacen lo mismo con la suya.
3) Largoplacismo. Estamos autoconvencidos de que nuestras metas son “a largo plazo”, por causa del “culturalismo”: la errónea creencia en que lo decisivo es la cultura (“los valores”), y que las reglas e instituciones son sus consecuencias. Pero es al revés: no puede haber valores buenos con leyes malas, por una simple cuestión de incentivos perversos, y de conductas acordes. La cultura se adopta, pero no como resultado de una incierta “evolución”, sino de las instituciones y leyes, y de los comportamientos que a ellas se ajustan y sus resultados; por eso dice la Biblia que hubo 10 mandamientos en el desierto: una lista de reglas o leyes; no de “valores”, ni siquiera de “principios”.
Para colmo combinamos el largoplacismo con una suerte de fatalismo irracional: la “fe” en que la verdad y nuestras sensatas ideas terminarán por prevalecer al fin, de un modo u otro, que no acertamos a describir, y mucho menos a programar. No entendemos que las oportunidades se producen.
4) Malas compañías filosóficas. El utilitarismo (Bentham) no sirve como base y cimiento filosófico. Menos el hegelianismo (Hegel, filosofía asumida por el Dr. Fukuyama) o el positivismo (Comte), sobre el cual se edifican el constructivismo y la ingeniería social. Ni “ismo” alguno más o menos derivado del pensamiento humanista de la Ilustración, clásico o romántico, con su ingenuo optimismo antropológico: que el hombre es “bueno por naturaleza”, y es aún mejor por la educación. El Prof. William Easterly nos muestra ahora que la educación no se relaciona con el desarrollo. Pero los liberales llevamos décadas dedicados a la “educación económica”. ¿Y qué logramos?
5) Sesgo contra la religión. Buena parte de los liberales clásicos conocen muy poco acerca del cristianismo; y eso no les ayuda mucho a enfrentar a unos socialistas que citan a Jesús y al Apóstol Pablo, no a Marx ni al camarada Lenin. El peso de la tradición volteriana es aún fuerte, sobre todo en nuestra América, donde los liberales se iniciaron expulsando a los jesuitas dos veces: la primera durante la Colonia, con Carlos III, en 1767, y la segunda con los Presidentes masones de las Repúblicas independientes, más de cien años luego.
Este factor juega contra el reencuentro del liberalismo clásico con la tradición judeocristiana, clave para que el primero recupere la antropología realista: el hombre no es por naturaleza bueno, y por tal razón ha de tener rienda corta el Gobierno. Y no es un asunto de educación sino de “vigilancia permanente” (Thomas Jefferson); y no meramente académica, es un “negocio político” (James Madison), a cargo de partidos políticos pro-Gobierno limitado, “vigilantes, al estilo del profeta Isaías” (Albert Jay Nock).
6) La estrategia Hayek. Formulada en 1947 cuando la fundación de la Sociedad Mont Pelerin, puede resumirse en pocas palabras: el socialismo se impuso primero en el terreno de las ideas, y desde allí “bajó” a la arena política, e igual ha de ser con el liberalismo; así que enfoquemos nuestro esfuerzo en las aulas, ya llegará el tiempo de los partidos y la política.
Premisa cierta, conclusiones equivocadas. Cierto que así fue con el socialismo, pero hay una no pequeña diferencia entre las ideas malas y las buenas: no corren la misma suerte ni obtienen el mismo reconocimiento, como el propio Mises experimentó en sus duros exilios y su azarosa vida profesional y universitaria (y Hayek hasta 1974, cuando obtuvo su medio Nobel). Las ideas malas van a favor de las naturales inclinaciones del hombre hacia el mal. En particular de la tendencia a abusar del poder, a incrementarlo, a robar y a hacer negocios a su amparo sin servicio a los mercados, y a imponer doctrinas desde las magistraturas públicas en lugar de predicarlas desde el llano. Por eso, para las ideas malas la acogida es buena, y porque se disfrazan de buenas. Y la mayor parte de las gentes las adopta con presta credulidad cuando se les ofrece “almuerzo gratis”, y cuando la demagogia halaga su orgullo y vanidad hablando de “las virtudes del pueblo” y nunca de sus defectos y vicios.
Las ideas buenas siempre hallan innumerables obstáculos y muy serias dificultades; y por ello requieren mayores esfuerzos, redoblados en todos los frentes: intelectual, académico, cultural, periodístico, eclesiástico, etc.; y sobre todo político, por el efecto demostración negativo que tiene su ausencia en el ruedo político. ¿Quién cree en ideas políticas sin adeptos en el Congreso ni los partidos? ¿Y hubo acaso alguna vez Gobierno limitado sin al menos un partido en su favor?
Nos quejamos los liberales de lo intrascendente de las discusiones entre los políticos –sobre asuntos puramente anecdóticos– pero es por nuestra defección en ese campo. Y cuando coreamos contra los partidos y rehusamos integrarlos, reforzamos el caudillismo personalista siempre reeditado, y nos privamos del instrumento propio de la democracia, apto para las peores ideas e intereses, pero también para los mejores. Así de esta manera, a socialistas y mercantilistas les dejamos los partidos, y les ayudamos a enaltecer aún más las todopoderosas ONGs, mejor adaptadas para las malas causas que las organizaciones partidistas.
7) El escapismo del “anarcocapitalismo”. Tantos errores nos quitan del juego, y entonces nos refugiamos en esta pobre compensación sicológica para el fracaso político. Deberíamos releer las obras políticas de Mises, especialmente Gobierno Omnipotente y su maravillosa Autobiografía.
O reestudiar un par de buenos ejemplos en los ’80 y ‘90. De dos líderes brillantes que lograron resonantes victorias contra el socialismo y éxitos a favor del libre mercado: Margareth Thatcher y Ronald Reagan. No se conformaron con poco, y encararon grandes reformas, derogando casi todas las leyes estatistas y aboliendo las instituciones sobre ellas edificadas. Como Cobden y Bright en el s. XIX, tampoco esperaron a una evolución espontánea ni a largo plazo. Se fundaron en una sólida filosofía liberal en lo económico y conservadora en lo político, amiga y no enemiga de la religión, aunque más allá de las creencias o no creencias de cada quien. Así rescataron sus respectivos partidos –Conservador y Republicano– de la debacle, les devolvieron sus viejos principios y respetabilidad, y a su derredor construyeron un arco de alianzas a partir de los sectores de clase media más afectados por el estatismo, ofertando un programa político, apoyado en corrientes y organizaciones específicamente políticas.
Pero comenzaron por no admitir escapismo alguno y asumir su responsabilidad cívica y política con coraje. Con una estrategia ganadora, esa que William F. Buckley Jr. desde los ’50 llamara “fusionismo”: superar el desencuentro entre liberales clásicos y cristianos conservadores. Cerrar la brecha entre los primeros, quienes tienden a pensar que las luchas por la santidad de la vida y la libertad religiosa “no son nuestro problema”, y los segundos, que tienden a creer lo mismo de las luchas por el libre comercio y la moneda sana: “no son nuestro problema”. Están errados porque es el mismo problema, y de ambos por igual: el estatismo. Y la salida es la misma: Gobierno limitado. Y cada uno por su lado, el problema lleva las de ganar.
V. Lo que la Biblia nos puede enseñar
De la perspectiva bíblica podemos aprender dos importantes lecciones: 1) Que las facultades humanas –entendimiento, emociones y voluntad– han sido heridas por el pecado, y por eso la inteligencia se nubla. Muchas veces la conciencia racionaliza motivos innobles y justifica conductas inmorales. Las emociones confunden y engañan, y la voluntad no tiende a obedecer los dictados de la recta razón y la moral. No siempre la persuasión es eficaz. Por eso no basta tener razón.
2) Que el orden natural no es “espontáneo”; y apenas es “natural”. Es natural en el sentido de ser conforme al bienestar y felicidad de la persona humana (orden bueno); pero no lo es en tanto el curso de los eventos humanos no siempre se acomoda al mismo (orden usual, corriente o más frecuentemente observable). Por eso los mercados libres y la propiedad privada no se guardan por sí solos de modo automático o “espontáneo”: requieren un Gobierno para su preservación, y limitado a cumplir esa función, y una acción política que lo mantenga en sus límites.
Y sacar estas conclusiones: 1) Que el problema es el sistema, pero se encarna no en abstractos “principios y valores”, sino en leyes muy concretas. El mayor poder público es el de hacer las leyes, y así como el omnipresente Estado “babilónico” se impone mediante la promulgación de leyes malas, el Gobierno limitado requiere su derogación, no su enmienda, y reformas de fondo y radicales, no pequeños cambios.
2) Que se hace imprescindible la acción política, un mal necesario, como el Gobierno en torno al cual gira. No es algo que pueda esperar. Si no queremos ingeniería social gubernamental –el dirigismo de la sociedad por una elite “ungida” según fines conscientes y deliberados– se requiere de nosotros una acción política en sentido contrario, a favor de la libertad individual, que para ser eficaz y exitosa ha de programarse consciente y deliberadamente. Y eso no es constructivismo sino la manera de evitarlo; lo cual es una paradoja, en las cuales es rica la vida humana. Tampoco implica que “el fin justifica los medios”, porque no hay nada injustificado en un medio racional, moral e idóneo, para un fin justo.
3) Que el socialismo es una rebelión no sólo contra el capitalismo, sino contra el entero orden natural de las cosas en la sociedad –en el sentido de “buen orden” u orden sano– y contra la verdad y la justicia, los medios humanos de preservarlo. Y que tales valores requieren defensa activa. Y esa defensa casi siempre se ha hecho con la Biblia en la mano, correctamente leída. De sus páginas se han tomado muy valiosas lecciones.
Y sacar además esta conclusión: que lejos de desactualizarse con los cambios del Nuevo Socialismo, los términos “izquierda” y “derecha” tienen más vigencia que nunca. La izquierda es cabalmente la rebelión, y los defensores de la vida, de la libertad y de la propiedad, no deberíamos acomplejarnos ni negar o tartamudear cuando se nos llama “de Derechas”.
Sabemos que enormes atrocidades se han cometido citando la misma Biblia; pero torciendo su sentido y mal interpretando sus textos. Eso pasa con el Socialismo “cristiano” que hoy nos gobierna en muchos de nuestros países; lo cual, guste o no, a todos nos obliga a estudiar el cristianismo y la Biblia, al menos para saber responder; de otro modo seguiremos a ciegas, derrotados y cuesta abajo los liberales clásicos… Y los cristianos presa de confusiones y malentendidos, y de creencias y prácticas que no son del cristianismo real e histórico y verdadero, que nos impiden conocer su doctrina de Gobierno.
Lo primero es que toda religión es susceptible de ser manipulada con fines políticos. Pasó con el cristianismo en las Cruzadas y en la Inquisición española. Y pasa con el Islam, tomado como pretexto por el socialismo árabe para su guerra contra Israel y EEUU; pero pasa no menos con los sionistas –socialistas judíos– a quienes enfrentan las izquierdas musulmanas. Sin embargo, después del espectáculo de la II Guerra Mundial, no debería extrañar el ver partidarios de opuestas expresiones socialistas enfrentados encarnizadamente. No es la religión sino el socialismo lo que conduce a la violencia. Ayer los nazis, los comunistas, los laboristas y los “newdealers”; hoy los terroristas árabes y los sionistas.
VI. Cristianismo genuino
La violencia se opone a la inteligencia, pero no así la fe, como no se cansan de predicar Benedicto XVI –“el Papa de la razón”– y muchos pensadores protestantes como C. S. Lewis, Norman Geisler y R. C. Sproul. La razón humana no niega a Dios, al contrario, sólo que llega hasta cierto punto, más allá del cual tenemos la Revelación, contenida en la Biblia. La fe es el asentimiento de la voluntad a la información adicional que de Dios nos brinda la Escritura. La mente ayuda a entender esas verdades, y aunque no puede captarlas tan plenamente como las referidas a las realidades humanas y naturales, no es motivo para descalificar a la razón y desconocer su esfera de competencia propia, como lo hizo la larga línea de filósofos y escritores románticos, antirracionalistas y exaltadores de las emociones y sentimientos, pavimentando los caminos a Auschwitz, al Gulag, al maoísmo y a Pol Pot.
La que se opone a la razón no es la fe sino la “mística”, persistente aunque no recomendable forma de “entusiasmo religioso”, en palabras de Martín Lutero. Y hablando de Lutero, vale apuntar que el capitalismo es herencia judeocristiana y no sólo del protestantismo, como opinan muchos que citan a Max Weber sin leerlo. La fe cristiana bíblica no es enemiga de las riquezas materiales, aunque sí del apego desordenado a ellas. Y por ende tampoco condena los medios conducentes a producirlas. Que no son esas “confesiones positivas” o declaraciones de los labios que recomiendan los “místicos” religiosos “carismáticos”, adeptos a una cierta Teología de la Prosperidad que confunde a los liberales no muy duchos en estas materias.
Según la Biblia, los medios idóneos para producir riqueza y prosperidad son dos: la “Mayordomía prudente” o sana administración, a cargo de los particulares individualmente; y el Gobierno limitado, a cargo de la sociedad entera. Son dos condiciones para la prosperidad, ambas necesarias, y en su ausencia no cabe esperar sino pobreza. Y por esto Max Weber encontró más capitalismo entre los protestantes europeos, por entonces más inclinados que los católicos a seguir las normas bíblicas en conducta personal y en leyes e instituciones; no por la doctrina calvinista de la predestinación, que no tiene mucho que ver.
En todo caso la doctrina que sí tiene más que ver, relacionada con el pecado en el alma del hombre, es la del monje Pelagio, en su disputa con Agustín de Hipona, allá por el siglo IV.
Agustín subrayaba y enfatizaba el tremendo poder de esta fuerza, el pecado humano, y Pelagio era más confiado en la capacidad humana para el bien. A la primera teoría se inclina más el protestantismo, y a la segunda el catolicismo, particularmente los jesuitas. Por eso hay en ciertas Encíclicas algunas vacilaciones y a veces contradicciones en la defensa del libre mercado, y la tendencia a destacar el papel del Estado (aunque sea como “subsidiario”). Por cierto no en “Año Centésimo” (1991) del Papa Juan Pablo II, pero sí en algunas otras. Los documentos protestantes –los grandes Credos o confesiones históricas: Heidelberg, Dort, Westminster, etc.– son más claros para exponer el rol limitado del Gobierno Civil. (Muchos cristianos evangélicos de hoy no conocen los Credos; ¡por eso creen cualquier cosa!)
De todos modos, vale recurrir a la autoridad de la Biblia, que todos los cristianos reconocemos como Palabra inerrante e inspirada por Dios.
VII. El Antiguo Testamento
Desde los días de Moisés, los hebreos tuvieron leyes. Y desde los de Josué, jueces locales. Y nacionales también: Débora, Gedeón, Sansón, etc., según el libro de Jueces. Deuteronomio 17 dice que Dios prescribió (normativamente) una forma política específica: el Gobierno limitado y descentralizado desde abajo, comenzando por el nivel municipal. Porque cada una de las 12 tribus tenía territorio y gobierno propios; y tradiciones culturales, himno y bandera, costumbres particulares, y hasta un acento típico al hablar. Encargados de la seguridad, justicia y obras públicas, sus gobernantes se llamaron “Jueces”.
Desde 1400 a 1000 a. de C. –400 años– hubo tres niveles de gobierno: municipal, regional y federal.
— Un juez era reconocido en su aldea cuando las gentes y familias buscaban su protección (defensa y seguridad); le llevaban pleitos y asuntos a resolver (justicia); le encomendaban contratar la construcción de puentes y caminos (obras públicas), y para los gastos le pagaban sus diezmos (impuestos limitados, no excesivos, y planos, iguales para todos).
— Si el juez de aldea desempeñaba bien las tres funciones públicas, adquiría prestigio, y de otras aldeas demandaban sus servicios, y su autoridad se ampliaba a toda la tribu, y era reputado como juez de tribu.
— Y si lo hacía bien, gentes de otras tribus requerían de sus servicios, su autoridad ganaba en extensión, y era reconocido como juez de Israel.
La confederación de las tribus fue una sociedad sin Estado, pero no sin leyes. Y con Gobierno limitado, no endiosado, sostenido con impuestos moderados, no con presión compulsiva de propaganda adoctrinante. Fue después, en tiempos de Samuel, que el pueblo pidió un Rey –un gobierno ilimitado– “como las demás naciones” (I Samuel 8). Y como Dios les advirtiera por boca de Samuel, dificultades sin cuento le sobrevinieron por esa decisión, tal como se describe y se discute a lo largo del Antiguo Testamento.
Mi libro “Las leyes malas” contiene un estudio bíblico sobre leyes, justicia y Gobierno, porque según muchos cristianos, la Biblia apoya el socialismo. Pero no es así; al contrario.
Mientras fue bien interpretada, tuvo la Biblia un grande y positivo impacto político; y la historia lo registra. Nuestra civilización occidental y cristiana se edificó en base al principio de Gobierno limitado, seguido por reyes medievales como Alfredo el Grande de Inglaterra y Alfonso el Sabio de España; y después por gobernantes cristianos de Suiza, Escocia, Países Bajos e Inglaterra, y los Padres Fundadores de los EEUU. Pero ya en los ss. XIX y XX, sus nacionales –creyentes y no creyentes, ricos y pobres, doctos e indoctos, políticos y seguidores– se dejaron seducir por teorías contrarias, y se alejaron paulatinamente de la fórmula bíblica, y como a Israel les sobrevinieron enormes dificultades, hasta hoy en día.
Se puede creer o no que la Biblia es un escrito inspirado por Dios, pero como documento histórico, muchas cosas que dice podemos comprobar todos por la experiencia, del pasado y del presente. Suficiente y concluyente es la evidencia. Y no se diga que esa enseñanza no es válida porque no es del Nuevo Testamento. Cuando Jesús predicó en el Sermón del Monte sobre la validez e integridad de los mandatos de la Escritura “hasta la jota y la tilde más pequeñas” (Mateo 5), se refería al Antiguo. El Nuevo no existía, tampoco cuando Pablo (s. I dC) escribió a su joven discípulo Timoteo que no sólo una parte sino “toda” la Escritura es inspirada por Dios, “y útil para enseñar, redargüir, corregir, y para instruir en justicia” (II Timoteo 3:16).
Y como observaron en los primeros siglos los Santos Padres de Oriente y de Occidente, la Revelación es una sola e íntegra, y los documentos hebreo y griego se explican e interpretan el uno al otro. Por ejemplo Jesús dice “Al César lo que es del César” (Mateo 22:21); pero esa frase implica: “Y nada más”. No implica “¡A pagar todo impuesto!” como se enseña hoy, en contra del principio de justicia contributiva conforme al Antiguo Testamento.
Hasta entrado el s. XX, y sobre todo en el campo, leer la Biblia en familia era costumbre en el norte de Europa y EEUU. La gente repasaba sus pasajes y episodios, y comentaba y compartía sus sabias enseñanzas, y las relacionaba con su circunstancia cotidiana, y con el más amplio contexto social y nacional, y aún mundial. Después que esa costumbre se perdió, el dirigismo e intervencionismo gubernamental y el socialismo irrumpieron. No es casualidad.
VIII. El Nuevo Testamento
Si de cualquier libro –sea o no bíblico– se toma una porción cualquiera fuera de su contexto propio, se puede justificar cualquier cosa que se le antoje al exégeta. Y así ha ocurrido con el Nuevo Testamento, torcidamente interpretado por la cultura socialista en ciertos pasajes. Así con el episodio de Jesús echando del Templo a latigazos a unos mercaderes religiosos (Juan 2), no comerciantes ordinarios. Con el joven “rico” y el “ojo de la aguja” (Mateo 19), enseñanza que no es sobre los sistemas económicos sino sobre la Salvación no por obras, y sobre el Ministerio a tiempo completo. O con el de Zaqueo (Lucas 19), que se presenta como un rico que reparte su riqueza, y es un colector de impuestos que devuelve a la gente su dinero. O con Ananías y Séfora (Hechos 5), culpables por mentir, no por resistirse al comunismo.
Vale apuntar que Jesucristo no fue un líder político en su paso por este mundo. El cristianismo no es una ideología o credo político, ni los cristianos somos un partido. La reforma social no está a la cabeza de nuestra Agenda. Pero tampoco queda fuera, porque en la Biblia hay principios y directivas sobre la sociedad, el gobierno y la economía, y no están de adorno, ni el tiempo ha invalidado. El Evangelio no es sólo la Buena Noticia de la Salvación; es todo el “Evangelio del Reino de Dios” (Mateo 4:23, Marcos 1:14). Y este Evangelio ha de prevalecer en la Creación entera, incluyendo al ser humano individual en espíritu, alma y cuerpo; y también las familias, la educación, la sociedad en general y las naciones, sus gobiernos y la política.
El filósofo Vishal Mangalwadi observa una muy grave, profunda y duradera crisis cultural y moral en todos los países del orbe, comenzando por Europa occidental y EEUU. Sus repercusiones en las finanzas, el comercio, el empleo y la economía son apenas síntomas, o consecuencias tal vez. Porque la ética del trabajo se perdió, y también el espíritu de competir por la excelencia, la moneda sana y el comercio libre. De igual modo faltan el respeto a la verdad, a la propiedad y a la vida; y al pudor y a la decencia. Las ideas, conceptos, reglas de conducta y valores perdidos, fueron en gran parte legados cristianos a Occidente.
“Venga a nosotros tu Reino” y “Hágase tu voluntad en la tierra” (Mateo 6:10) significa que “todos sus preceptos, estatutos y mandamientos” (Deuteronomio 4:8) sean cumplidos; y que no sean desobedecidos, olvidados, mal interpretados o tergiversados. Traen normas para todas las naciones, válidas en todo tiempo (Mateo 5:17-20). Los países cuyos legisladores y magistrados han aplicado en el pasado los principios bíblicos de gobierno limitado han tenido progreso y son ricos, y los demás siguen subdesarrollados y pobres, tal y como se anticipa en Deuteronomio 28. Y así lo confirman también las buenas enseñanzas de las ciencias jurídicas, políticas, económicas y sociales.
Sabemos todos los cristianos –católicos o no– que nuestra salvación eterna es por las obras de Cristo y no las nuestras; es “por gracia y mediante la fe” (Efesios 2:8). Es un regalo de Dios, incondicional como su amor y misericordia. Para nosotros la salvación es “gratis”: ese es el Evangelio de la Gracia; y la fe es la respuesta de aceptación agradecida y gozosa. Pero la salvación no es el único propósito de Dios para nosotros: también quiere nuestro Autor que esta vida nuestra de ahora sea feliz, y eso no es gratis; para ello las personas, las familias y las instituciones deben ordenarse conforme a Su Voluntad, expresada en Su Palabra, que es Ley. Para conseguir la armonía familiar, el éxito de los negocios y el bienestar de las naciones, se nos exige seguir confiadamente las instrucciones del Creador, y en eso se demuestra la fe.
Sabemos que Dios hizo al hombre racional, y debe usar la razón para entender el mundo y la sociedad. Y quiso que tengamos dominio sobre la entera Creación (Génesis 1:28, primer mandato dado al hombre) aprovechando la ciencia y la técnica en el conocimiento y uso de la naturaleza, y del raciocinio en los negocios humanos. Y Dios hizo al hombre responsable, y por tanto libre; no es el ser humano (ni el cristiano devoto) un títere que Él manipula desde lo alto, sentado sobre alguna nube, mediante hilos ocultos para responder de modo mecánico y determinista a sus incomprensibles designios. El hombre puede aceptar a Dios o rechazarle; la soberanía divina no niega su libertad, ni anula su responsabilidad como ser moral. Y los gobernantes pueden desobedecer a Dios; y de hecho lo hacen: los sistemas de gobierno e instituciones se edifican totalmente de espaldas a la Palabra de Dios. Por eso fracasan, causando graves sufrimientos, no queridos por Dios.
Dios ha delegado autoridad. Los maridos la tienen sobre las esposas, los padres sobre los hijos, los oficiales sobre los soldados, los maestros sobre los alumnos, y los gobernantes sobre los ciudadanos. Y “toda autoridad viene de Dios” (Juan 19:11); pero no para abusar, sino para cumplir sus funciones propias ordenadas. Por eso todo poder humano debe sujetarse a lo que Dios quiere y dice en Su Palabra, y ninguno es autónomo o absoluto. Inteligencia, voluntad y libertad son dones de Dios al hombre y por eso “inalienables”. No es incondicional y ciega la obediencia que a las autoridades se les debe.
Dios puede y quiere sanar a las naciones, y lo ha hecho muchas veces; pero han de reformarse. No de cualquier manera, como a la gente se le ocurre. No con ciencias sociales equivocadas, ni siquiera con exégesis o teologías equivocadas. Ni se requiere que el 100 % sus habitantes sean cristianos, o buenos cristianos, o lo sean sus gobernantes. Es como Dios dice: con oración confiada de los creyentes, pero acompañada de arrepentimiento y enmienda, y regresando los pueblos de los “malos caminos” (II Crónicas 7:14) mediante reformas; de otro modo, las oraciones de los fieles no son atendidas (I Samuel 8:18).
Y Dios quiere que los cristianos expliquemos a todos el Evangelio del Reino; eso es ser “sal de la tierra” y “luz del mundo” (Mateo 5:13-16). Predicando las normas del Reino, declaradas en el Nuevo Testamento y también en el Antiguo (Mateo 5:17-20). Lo cual implica que si hay mucho desorden, crimen, inseguridad, impunidad, pobreza o miseria, ignorancia, desempleo, injusticia, despotismo y corrupción… la responsabilidad es nuestra, al menos en parte. En algo hemos fallado, nosotros, los cristianos.
En el s. XIX el socialismo era argumental y persuasivo: quería convencer. Sus adeptos escribían gruesos volúmenes repletos de teorías económicas, como “El Capital”. En ese tiempo Frederic Bastiat dio la respuesta adecuada, aunque en panfletos breves, concisos y contundentes. Así demolió intelectualmente sus argumentos; pero a ello no se limitó: hizo campaña electoral y fue diputado. Después llegaron Menger, Wieser y Bohm-Bawerk a redactar sus gruesos tomos.
En el s. XX Mises amplió y perfeccionó las tesis de la Escuela austriana, demostrando que el socialismo es inviable, pero no en el sentido de no serle posible el imponerse –de hecho se había impuesto sobre más de la mitad de la superficie del globo– sino el cumplir sus propósitos declarados. Pero ya esa respuesta no fue suficiente. Porque cuando las izquierdas pierden las discusiones, entonces llaman a elecciones, y se imponen por la vía política; y cuando pierden las votaciones, entonces sacan las municiones, y las pistolas. Así el desafío socialista pasa del frente académico al político, y después al militar. No tiene mucho caso tomar a valor facial sus propósitos declarados: son mentirosos.
En el s. XXI no podemos seguir con la discusión sobre la viabilidad del socialismo. ¡Por supuesto que es viable! …la cuestión es como siempre ¿a qué costos? Y sobre todo ¿cómo y por cuáles medios? Y sucede que en nuestro s. XXI las izquierdas se imponen principalmente por la vía de la religión, falsificando el cristianismo con fines políticos (e igualmente otras confesiones), y forjando más y más de aquellas “religiones políticas” denunciadas tan lúcidamente por el Prof. Eric Voegelin en 1938. El guante está echado. Hay que recogerlo.
El autor es Abogado y Politólogo, Maestro Bíblico, autor del libro “Las leyes malas” (Guatemala, Artemis Edinter, 2009)
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