La pobreza compartida
Bajo este título, nuestro diario publicó el domingo 26 de marzo de 1995 el artículo que reproducimos a continuación, de la autoría de nuestro fallecido columnista Porfirio Cristaldo Ayala. Por la notable vigencia que tiene hoy, lo volvemos a poner a consideración de nuestros lectores. Dice así:
El obispo de San Pedro, monseñor Fernando Lugo, en un pronunciamiento días atrás censuró la “muy injusta distribución de la riqueza” en la rica región de su diócesis, donde “conviven quienes andan en carretas con los que en sus aviones visitan sus estancias; los que tienen posibilidad de seguir sus estudios en una universidad privada con los que no tienen recursos ni siquiera para terminar la primaria; los que recorren sus propiedades con la vista hasta perderse y los que carecen totalmente de ella…”. ¿Cómo vivir y dormir tranquilos –se pregunta– cuando esa realidad de injusta distribución de la riqueza la palpamos cada día?
Ciertamente, ¿cómo no compartir la indignación e impotencia de monseñor Lugo ante las penurias que padece la gente mientras el Gobierno inaugura costosos “complejos polideportivos” o dilapida miles de millones en mantener las empresas estatales?; ¿por qué no dedicar esos recursos a medicamentos, escuelas, tecnología, caminos, etc.? Es difícil imaginar mayor extravío en la administración fiscal.
No menos desatinadas, sin embargo, resultan las comparaciones que hace el obispo entre los que tienen aviones y los que andan en carretas o los que “tienen asegurada su vida en los mejores sanatorios y los que se mueren mendigando que se les atienda”. ¿Qué fin pueden tener las mismas sino despertar la envidia, el odio y la ira de los menos pudientes hacia los más adinerados?; ¿no se observan acaso desigualdades aun mayores en las calles de New York, París o Roma?
El rico no tiene la culpa de la pobreza del pobre. El no estar en la indigencia no implica injusticia alguna hacia el que lo está. El disponer de los medios para asistir a una buena universidad no constituye ofensa o delito contra nadie. Por el contrario, la esperanza del pobre radica precisamente en la fortuna del rico: en su capacidad de producir cada vez más riquezas.
Del incremento sostenido del capital en una región o en un país depende la disponibilidad de fuentes de trabajo, el aumento de la productividad y el constante mejoramiento de los salarios de la población afectada. Lo atestigua el colosal progreso social que la economía libre ha traído a países que de la escasez pasaron a la opulencia.
En la encíclica Centesimus Annus, el papa Juan Pablo II, poniendo fin a más de doscientos años de oposición de la Iglesia Católica al capitalismo, reconoce el papel fundamental de la empresa , el mercado y la propiedad privada, y asegura que la vía del verdadero progreso para el Tercer Mundo se encuentra en la economía libre.
Al obispo de San Pedro, sin embargo, no pareciera preocuparle tanto el que numerosos jóvenes no terminen la escuela primaria o que muchos mendiguen para conseguir atención médica, como el hecho de que algunas personas dispongan de aviones o que puedan acceder a buenas universidades y hospitales. ¿Preferiría acaso que todos estuvieran sumidos en la miseria, en la “pobreza compartida”?
El ideal no debiera ser empobrecer a los ricos, sino enriquecer a los pobres. Crear las condiciones económicas que ayuden a los pobres a dejar de ser pobres.
La “injusta distribución de la riqueza” que denuncia monseñor Lugo no cambiará confiscando a los ricos para repartirlo a los pobres. La muerte del marxismo mostró el fracaso de la utopía de la igualdad económica impuesta por el Estado.
Para salir de la ancestral miseria se requiere liberalizar los mercados e impedir que los gobernantes sigan repartiendo privilegios, prebendas, concesiones y monopolios a su nutrida clientela política en perjuicio de los más pobres. Habrá que reinventar el capitalismo, recrear el espíritu empresarial y que los pobres tengan iguales oportunidades de producir, vender y comprar. Habrá que establecer un sistema, al decir del papa Juan Pablo II, que genere crecimiento económico desde abajo, creando trabajo para los pobres y liberando esa “iniciativa económica personal” tan necesaria para el “bien común”.
Paradójicamente, la postura de monseñor Lugo, pese a sus más buenas intenciones, podría terminar promoviendo la violencia, inseguridad e inestabilidad social, ahuyentando a productores e inversionistas y condenando a la gente a muchos años más de postergación y desgracia.
Pues sin orden, estabilidad y garantías para las personas y sus bienes, o sin mercados libres y abiertos, no habrá crecimiento, y sin crecimiento no existe otro futuro que el atraso y la pobreza.
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