La vida de los otros
El País, Montevideo
Todo eran abrazos y lágrimas esa noche; desaparecieron las categorías humanas, todo el mundo era uno más". Estas palabras maravillosas las pronunció alguien anónimo que, hace 20 años, estuvo derribando el Muro de Berlín. Sus palabras describen el espíritu de la cultura de la libertad. Porque la cultura es diálogo, intercambio de opiniones, diversidad y crítica. Y solamente es posible en las democracias, porque en las sociedades cerradas todo está diseñado para crear analfabetos, es decir, educados para no pensar.
Desde la caída del muro, muchos se atrevieron a hablar. Y hemos visto películas como "La vida de los otros", ambientada en Berlín Este (aplaudida al terminar la función, aquí). Pero hoy queremos evocar a quien fue uno de los primeros en hablar de todo ello: Sir Isaiah Berlin, el viejo profesor de Oxford, eminente historiador de las ideas. En su libro "Impresiones personales" (Fondo de Cultura Económica) cuenta sus visitas a Rusia como funcionario de la Embajada británica en Moscú. Describe la desolación que vio en hombres y mujeres que aspiraban a soñar en el mundo clausurado.
Isaiah Berlin conoció directamente, en Rusia, a los escritores perseguidos por el stalinismo, por tener un lápiz, una hoja e ideas. No eran muchos los que en esos días del poder deiforme de Stalin, se atrevían a escribir. Para controlarlo todo, en 1934, Stalin tomó la decisión de otorgar al Partido Comunista el control de la actividad literaria, determinando qué se podía escribir, y cómo.
Algunos aceptaron las reglas del juego. Otros, fueron arrestados y otros muertos. ¿Nombres? Mandelstam, Isaac Bábel, Meyerhold, Pilniak, Kluyev. Otros, se suicidaron. Les daba lo mismo perecer o no. Como Mayakovsky, en 1930. Como la poetisa Marina Tsvetaevá, cuyas "Confesiones", hablando de persecuciones y pobreza total, recién podemos leer hoy.
En Peredelkino, Isaiah Berlin visitó a Pasternak cuando estaba escribiendo "El doctor Zhivago". No conocía a Sartre ni Camus. Once años más tarde, cuando volvió a Rusia, Pasternak había terminado "El doctor Zhivago", se enteró de que Olga Iviskaya, amiga de Pasternak, estaba en un campo de concentración. Había leído "La náusea", de Sartre (quien sabía que estas cosas pasaban pero no las decía), pero ignoraba aún a Camus y Malraux (quienes habían denunciado todo esto).
En esa tertulia, cuenta Berlin, una maestra que había estado 15 años en un campo de trabajos forzados (por enseñar inglés) preguntó si: "¿seguía escribiendo Virginia Woolf?". Sólo la conocía por una crónica que había visto en un periódico francés en la prisión y antes de usarlo para la limpieza. Esa misma tarde la viuda del poeta Titzian Tabidze (murió en la Gran Purga) "quiso saber si Shakespeare, Ibsen y Shaw seguían siendo grandes nombres en el teatro occidental". Aquello era una isla.
El orgullo de esos escritores sobrevivientes en la sociedad soviética que cayó sola y sin gloria, consistía en enfrentar a los emisarios de la nada, en busca de libertad, bien supremo de todos los hombres. Y se atrevían a soñar con la libertad en un mundo diagramado para que nadie tuviera ideas. Hace sólo unos años, no más. La vergüenza de estas situaciones, la intuición de su ignominia, deben ser evocadas para que nadie vuelva a soñar con esos mundos desolados.
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