El relato de un viaje soñado hacia el Oeste y la libertad
BERLIN. - Me había quedado boquiabierta. Miraba la televisión y no podía creer lo que escuchaba. Un alto funcionario del partido respondía en una conferencia de prensa internacional, transmitida en vivo, la pregunta de un periodista extranjero que quería saber cuándo la gente iba a poder viajar al exterior.
En las semanas anteriores, miles y miles de ciudadanos habían manifestado en toda la República Democrática Alemana (RDA, Alemania oriental) para pedir libertad de viajar y libertad de opinión. El funcionario decía que todos podríamos realizar a partir de ese momento viajes privados al extranjero, que se darían los permisos en el corto plazo y que esta medida se pondría en marcha inmediatamente.
¿Qué? ¿Qué había dicho? Ya no sé cuántas veces vi esa escena que ofreció la televisión el 9 de noviembre de 1989. Hasta que lo creí. Al día siguiente, me fui a la policía para pedir un visado de salida definitiva. Me lo dieron sin problema. Tenía 24 horas para salir de la RDA. Sí o sí quería salir lo más rápido posible. Nadie sabía si iban a volver a cerrar las fronteras.
Alrededor de las 22, me fui con dos valijas a la estación de tren. Quería ir de Leipzig a Berlín. La estación estaba repleta, y también los trenes. La gente que estaba a bordo mantenía cerradas las puertas y no dejaban subir a nadie. ¡Qué locura! Tomé la decisión de ir en taxi. ¡Fueron 190 kilómetros en taxi! Fue tan loco como toda la situación.
Tenía que pagar el viaje en marcos duros, de la Alemania federal. Los taxistas tenían miedo de que la nafta fuera a agotarse. El conductor me llevó a su casa con su taxi oficial y allí cambiamos de auto. Subimos a un Trabant, uno de estos coches chiquititos de plástico, que fabricaban en la RDA.
En la autopista vimos muchos coches con carteles que decían "Volveremos". Me dieron escalofrío. Yo no quería quedarme en la RDA. No creía en una mejor RDA. Quería salir para organizarme yo misma mi vida, sin restricciones ni límites.
En la madrugada del día siguiente, llegábamos a un punto fronterizo en Berlín occidental. Nos dejaron pasar sin ver mi visado ni pedir los papeles del taxista que me llevó hasta el centro, cerca de la famosa avenida Kurfürstendamm, y volvió a Leipzig, donde le esperaba su próximo turno de trabajo. ¡Qué locura!
Yo me compré un plano de Berlín occidental para buscar la dirección de una estudiante que había conocido hacía ya un tiempo en Leipzig. Me había dicho que podría quedarme en su casa, si estaba en el Oeste. Ahora estaba en el Oeste y me fui a su casa. Me recibió muy cordialmente y me invitó a desayunar. Comí el primer kiwi de mi vida, con la cáscara. Todavía siento ese dolor algodonoso en la lengua cuando veo un kiwi.
El día siguiente fui a la policía para registrarme. Para gran sorpresa mía, un policía me dijo que tendría que irme a Marienfelde, al campo provisional para refugiados de la RDA. No había otro remedio y me fui convencida que me esperaba sólo un acto burocrático.
¡Nada de eso! Me encontré con miles y miles de compatriotas. Nunca voy a olvidar a ese joven que entró con una gran mochila y muchas ilusiones en una de las salas de espera: "Yo me voy a Estados Unidos. ¿Quién viene conmigo?", preguntó.
En las muchas horas de espera, entendí lo que hacían en este campo provisional para refugiados: los registraban y los enviaban a diferentes regiones de la República Federal, a domicilios de tránsito. A la gente le daba igual a dónde se la mandara. Fue la misma situación de desigualdad, de esperar con los brazos cruzados, que había detestado en el Este. Sin embargo, yo ya tenía mi alojamiento en Berlín occidental.
Cuando me atendió una señora, tachó la dirección que había puesto yo en todos los formularios. "Usted no puede quedarse en Berlín occidental!", me dijo. Me quedé paralizada. ¿Cómo? ¿Estaba en el Oeste, y otra vez me querían dictar qué hacer con mi vida?
La mujer me explicó que Berlín ya había cumplido con su cuota de refugiados y como yo ni había nacido ni vivido allá, no podría quedarme. Puso como dirección un domicilio provisional en el sur de la Alemania federal. Varias veces me pidió hacer cola para el transporte. Mis pies no me llevaban allá. ¡Nadie me podía obligar a ir a una región de la cual ni sabía dónde estaba ubicada! Ignoré a la mujer y su instrucción, y salí del campo de refugiados.
En ese momento, sentí con cada fibra de mi cuerpo que estaba en el Oeste, en la libertad.
Nadie me podía obligar a hacer nada, y me quedé donde quería quedarme. Poco después, viajé por primera vez en mi vida a España; comencé a ejercer el periodismo y recorrí varias veces América latina. Descubrí México, Venezuela, la Argentina, Guatemala, Costa Rica y Cuba. Esta fue la libertad que siempre me había imaginado.
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