Teleprompter
19 de septiembre, 2009
19 de septiembre, 2009
Teleprompter
Los expertos en obamismo dicen que hay dos Obamas, según su discurso se apoye en la muleta del teleprompter o responda a la improvisación y/o la memoria; mucho más brillante el primero, dónde va a parar, porque a su talento de comunicador se suma el de unos negros -en su caso se trata sobre todo de un blanco, llamado John Favreau- reclutados entre los mejores escritores políticos del mundo. Hasta tal punto se fía del guión ajeno que en ocasiones patina saludando a quien no está en la sala, como le ha ocurrido con la Infanta Cristina; es el peligro de abusar del autocue, aparatejo que aún no tiene el poder de actualizar en directo las listas de invitados.
En su versión más posmoderna se trata de una discreta placa de metacrilato transparente en la que sólo el orador puede leer lo escrito, invisible para el resto del público; alguna vez, como en la noche electoral de Chicago, los paneles eran de gran tamaño y servían al tiempo de blindada protección antibalas. La sofisticación de la tecnología al servicio de la política de diseño.
Pronto lo vamos a ver generalizado en España, donde ya lo ha importado Esperanza Aguirre con su potente intuición para los impactos mediáticos. Queda elegante por discreto, y raro será que Zapatero no se encapriche del invento cuando se transustancie en la gran conjunción planetaria de octubre en la Casa Blanca. Si hay algo que le cuadre a un dirigente tan pop, como dice el sensato Claudio Magris, es esta clase de parafernalia de última generación que subraya el carácter escénico de la política. Desde luego el cacharro puede contribuir a elevar el listón de la oratoria doméstica, tan prosaico y ramplón, aunque para ello será necesario que la dirigencia española se ponga en manos de guionistas más imaginativos, profundos y versátiles. Una tautología leída en el teleprompter sigue siendo una tautología, y una simpleza sigue siendo una simpleza. Quizá lo que falte en la escena nacional no sean sólo líderes de rango, personalidad y fuerza, sino asesores con voluntad de estilo capaces de transmitir una cierta pasión y un aura de nobleza. Nuestra política está llena de discursos vacíos y logomaquia improvisada; vivimos una democracia de canutazos en la que importa ante todo el ruido de las consignas sobrepuesto por encima del poder de las ideas.
Hace tiempo que en España no se escucha un discurso persuasivo, original, innovador, capaz de conmover con la palabra las emociones y las esperanzas de la gente. Ésa ha sido la clave de Obama, como lo fue la de Sarkozy: una mezcla de determinación conceptual y agitación emotiva. Su devastadora ausencia entre nosotros subraya el desierto de mediocridad de una clase dirigente deshabitada de verdaderas cualidades de liderazgo. Sin el impulso de una convicción más fecunda, es de temer que la inminente invasión del teleprompter no la vaya a dotar de talento sino de una ortopédica afectación impostada.
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